Los contadores de historias
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    La canción del viento en las velas

    Canta fuerte el viento en todas partes para que sepamos que ha llegado y canta mientras hincha las velas, pero nunca canta solo. A los grandes toldos que cubrían antiguamente las gradas del teatro se los denominó velas. Tal vez porque, como éstas, eran asegurados con cuerdas a los mástiles anclados en la grada y se tensaban. Agitadas por el viento, formaban parte de aquellos navíos extraordinarios que han sido los teatros en el ámbito mediterráneo. Albergue de todas las palabras y todos los cuentos, conviviendo solemnemente con la libertad y el descaro de lo relatado en la plaza, con el cuento cotidiano contado en cualquier lugar, en cualquier momento, para el descanso o para la alegría. Velas se llaman aún las telas que cubren los patios en los que se refugia la palabra para entretenerse con los habitantes de la casa. Y “beletas” se siguen llamando los gruesos paños que se venden en Argelia par cubrir las estancias. Veletas son también las que indican la dirección del viento y acaso el lugar hacia el que viajan las palabras. El origen de esta palabra puede estar en el adjetivo árabe béleta, que significa traviesa, movediza. Para nosotros es la bandera de metal que se mueve en pos del viento, como corren los niños tras los contadores de cuentos.

     

    Cuenteros y escribanos

    Los cuenteros suelen tener mayor clientela. A su alrededor se forman los más densos y también los más duraderos círculos de gente. Sus intervenciones duran bastante; en un corro interior los oyentes se agachan en el suelo y no se marchan tan pronto. Otros forman en pie un cerco exterior, y tampoco se mueven, penden fascinados de las palabras y gestos del cuentero. A veces son dos los que recitan alternativamente. Sus palabras llegan desde lejos y permanecen suspendidas por largo tiempo en el aire al igual que los habituales. Yo no entendía nada y sin embargo permanecía igualmente fascinado al eco de su voz. Eran palabras sin significado alguno para mí, lanzadas con energía y fuego: eran entrañables al hombre, pues se afirmaba orgulloso de ellas. Las ordenaba a tenor de un ritmo que a mí siempre me parecía muy personal. Cuando se detenía, hacía su aparición el otro, igualmente poderoso y elevado. Me era posible percibir la solemnidad de algunas palabras y la maliciosa intención de otras. Estaba acostumbrado a los cumplidos como si apuntasen directamente hacia mí; y me sentí amenazado. Todo parecía dominado; las palabras más imponentes volaban tan lejos como deseaba el narrador. El aire, por encima de los oyentes, se percibía en movimiento; y uno que entendiese tan poco como yo, sentía latir la vida más allá del oyente. Para hacer honor a sus palabras los narradores iban vestidos de una forma chocante. Su indumentaria se diferenciaba de la del resto de los oyentes. Vestían telas lujosas; uno u otro, por lo general, en terciopelo azul o marrón. Actuaban como personalidades de alto rango, pero fantásticas. Para quienes les rodeaban, tenían raramente una mirada. Atendían a sus héroes y figuras. Cuando su mirada caía sobre alguien que estuviese allí habitualmente, éste debía pasar tan inadvertido como cualquier otro. Los extranjeros no existían para él en absoluto; no pertenecían al reino de sus palabras. AI principio no quería admitir siquiera que yo le interesase tan poco, era demasiado sorprendente para ser verdad. Y así permanecía largo rato en pie, hasta que esas voces me hacían ir hacia otro lugar más sonoro, pero tampoco entonces reparaba en mí, cuando ya casi empezaba incluso a sentirme a gusto en el corro más amplio. El cuentero, por supuesto, se había fijado en mí, pero para él continuaba siendo un extraño en su círculo encantado, pues no era capaz de entenderle. Con frecuencia habría dado cualquier cosa por comprenderle, y espero llegue el día en que pueda apreciar a estos cuenteros itinerantes tal como se merecen. Pero también estaba contento de no entenderles. Constituían para mí algo así como un enclave de vida arcaica y sin cambio. Su idioma les resultaba tan indispensable como a mí el mío propio. Las palabras eran su alimento y no se dejaban convencer fácilmente por nadie para cambiarlas por otro alimento mejor. Me sentía orgulloso de constatar el poder narrativo que ejercían sobre sus compañeros de lengua. Se asemejaban a mis hermanos más viejos y mejores. En momentos felices me decía a mí mismo: También yo puedo reunir personas en torno mío a las que relatar algo. Pero en vez de cambiar de lugar a lugar, sin ser capaz de encontrar oídos que se abran a mí; en vez de vivir de la confianza de mi propio relato, me había hipotecado para con el papel. Yo, soñador pusilánime, vivo a resguardo de mesas y puertas; y ellos entre la algarabía del mercado, entre cientos de rostros extraños, cambiando diariamente, desprovistos de todo conocimiento frío y superfluo, sin libros, ambiciones ni prestigio vacío. Entre las personas de nuestro ambiente que viven la literatura, raras veces me había sentido a gusto. Los miro con desdén porque desdeño algo en mí mismo y creo que ese algo es el papel. Aquí me encontraba de pronto entre poetas que podía mirar a la cara porque no había una sola palabra suya que leer.

    Las voces de Marrakesh. Elias Canetti