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El viento Blanco
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    La nieve comparte con el viento la capacidad fabulosa de ser y no ser al mismo tiempo, de deshacerse en pocos segundos. Al contrio que el viento, la nieve es silencio; reina en paisajes cristalinos en los que el aire hiere los pulmones, dominios del hielo y la blancura en espacios cambiantes y rudísimos, habitados por hombres expertos en la sonrisa y en la caza, de una inteligencia sorprendente, compañeros del Blizzard, el viento blanco.

     

    El viento blanco

    Bajo la luna llena la nieve es azul, y también son azules las nubes que cruzan el cielo. En la brisa se distingue ya el olor de la hierba fresca que empieza a brotar alimentada por las aguas del primer deshielo, los rebaños de renos se inquietan. El viento agita los amuletos colgados a la entrada de la casa, el hueso suena ligero entre los sueños y se confunde con el sonido de las pequeñas esquilas de los caribús. Se acerca el corto verano de las tierras del norte, pero ahora ya no hay tantos sueños entre la nieve y la luna. Los pueblos que poblaban el ártico están desapareciendo lentamente; la inmensa tundra, esa extensión que el hombre conquistó para la vida con coraje y destreza, ahora es atravesada por enormes tubos de metal que llevan gas y petróleo a ciudades lejanas, se buscan minerales con medios modernos y devastadores, hay perforaciones y se llevan a cabo cacerías masivas.

    En todas las tierras del ártico que pertenecen a Groenlandia, Canadá, Rusia, Estados Unidos, Suecia, Noruega y Finlandia, viven hoy unos cuatro millones de personas herederas de culturas milenarias desarrolladas en uno de los hábitats más hostiles del planeta.

    Para conocer un pueblo y sus formas de vida hay que pensar con detenimiento en su tierra, en el espacio que ocupa, hay que hacer un esfuerzo para comprender que las tierras árticas situadas por encima del paralelo 69 tienen una extensión tan vasta que es preciso imaginarlas lentamente. Tan solo en Canadá el dominio ártico ocupa la misma extensión que toda Europa desde el Atlántico a los Urales, a las que hay que añadir por debajo de esta latitud el espacio de la tundra y de los bosques subárticos. Una extensión áspera e inmensa recorrida durante miles de años por las grandes manadas de caribú, bisontes, bueyes almizcleros, renos, osos y también por los hombres. En la dura lucha por su existencia estos pueblos han recorrido distancias inconmensurables abriendo misteriosos caminos en paisajes de bosques altísimos, de lagos helados, de montañas, acantilados y desiertos de nieve.

    La belleza absoluta de estos paisajes solamente es comparable con la dureza de las condiciones de la vida en sus ámbitos. Hasta que la revolución industrial no llegó a mediados del siglo XX a sus espectaculares avances tecnológicos no pudo el hombre, ajeno a estos territorios, entrar en ellos. El avión recorrió las distancias que cubrían los trineos, y los vehículos mecanizados desempeñaron la labor de los perros; las modernas calefacciones hicieron soportables temperaturas normalmente por debajo de los 20ºC bajo cero y los campamentos de caza fueron sustituidos por ciudades. El aislamiento en que habían vivido estos pueblos había servido para preservar sus culturas. Actualmente están seriamente amenazadas.

    Durante siglos las noticias sobre el norte eran confusas y fantásticas. El contacto que se mantuvo a partir del siglo XVI con las tribus próximas a estas tierras se fue estrechando a partir de la expansión europea, a lo que también contribuyeron los viajes de exploración en busca de nuevas rutas y de los pasos noreste y noroeste que se intensifican a partir del siglo XVIII. A estos navegantes, como Cook y Malaspina, y a sus tripulaciones científicas, debemos las primeras noticias fiables que sobre los aleutianos, los algonquinos y otros pueblos se tienen. A los algonquinos se debe precisamente el nombre por el que conocemos a los habitantes del gran norte. Ellos los llamaban los “esquimos”, es decir, los comedores de carne cruda, y no mentían pues la carne cruda de foca es uno de sus principales alimentos. A sí mismos se denominan los Inuit, que quiere decir en su lengua “la gente”; y no es extraño, pues no necesitan distinguirse de nadie más. Claro que hay otros pueblos habitantes de nieves eternas: los Yupiks, los Nenets, los Chutkis, los Aleutianos, los Samis.

    El origen de estos pueblos se encuentra en el norte de Asia, de donde hace diez mil años debieron de ser desplazados por otros grupos que avanzaban huyendo de las dificultades climáticas, cruzaron el estrecho de Bering cuando aún estaba unido pasando a Alaska, donde algunos de ellos se quedaron mientras otros avanzaban hacia el este llegando a la península del Labrador y a Groenlandia. Es posible que algunos volvieran por donde habían venido. Los arqueólogos han encontrado bajo el hielo los restos de una cultura que han denominado Thule, como se denominaban en la antigüedad las entonces míticas tierras frías del norte donde el mundo acababa. Hace más de cuatro mil años sus gentes ya utilizaban trineos, amaestraban perros y eran grandes cazadores. Fue esta cultura la que se extendió por todo el ártico americano convirtiéndose en la cultura dominante. La cultura de los cazadores del ártico: versátil, ingeniosa y respetuosa con la naturaleza.

    Todos estos pueblos son nómadas y cazadores, pues precisan buscar las mejores condiciones dentro del frío extremo y algunos de ellos alternan esta actividad con el pastoreo de grandes rebaños de renos o caribús. El ingenio y la habilidad para adaptarse al medio ha convertido a los Inuit en un pueblo casi mítico y fascinante, que puebla nuestra imaginación con potentes imágenes.

    Los inuit son en realidad un grupo que engloba a varios pueblos que se mueven por el ártico: los kalaait de Groenlandia, los Inupiaq del Canadá, los Alutiq de Alaska y los Yupik de Siberia. Son los habitantes de las tierras más inhospitas del planeta, en las que el Blizzard sopla haciendo descender las temperaturas hasta los -50ºC. La presencia del viento es fatal. Cualquiera que haya tenido la experiencia de salir al exterior cuando este viento sopla ha sentido la sensación de enfrentarse a un muro infranqueable. El viento se torna una materia sólida. Los inuit lo conocen y lo temen, a una rapidez vertiginosa levantan paredes de hielo que los protegen, o construyen igloos. El blizzard, el viento blanco, llamado así por la nieve que arrastra, es el gran escultor de estas tierras. En su dirección se forman fantásticas dunas de nieve, abre caminos o los cierra, la ventisca ciega y ensordece, pues mientras sopla el viento nada más es audible. Basta un punto gris en el horizonte para avisar al cazador esquimal de que se aproxima la tormenta de viento y de que debe buscar refugio en latitudes un poco más al sur. Los renos intuyen cuando el viento va a soplar y se refugian en la protección del bosque, los hombres a veces los siguen para levantar sus tiendas entre los árboles.

     

     

    El igloo es tal vez la forma de habitación humana más peculiar de cuantas existen. No deja de sorprender que se pueda vivir en una casa en la que las paredes son bloques de hielo, e incluso instalar dentro una pequeña estufa sin que las paredes se derritan, pero así es. Además, el igloo es un lugar familiar y alegre en el que los niños cantan, comen y duermen a su antojo, y la risa es el sonido más habitual, pues sus padres suelen reír constantemente. Incluso en la adversidad, la norma para el esquimal es sonreír y a ser posible reír. Las mujeres acunan entre canciones y cuentos a los bebés que llevan en las capuchas de sus parkas. En la oscura y larguísima noche polar son las imprescindibles lámparas de aceite de foca las que hacen posible la vida. Su uso fue determinante para poblar estas latitudes. Los Inuit no solamente construyen igloos para vivir, también como almacén o, si se prefiere, como enorme frigorífico. Cada familia esquimal vive en su igloo de manera independiente, salvo en el caso de que necesite ayuda. Para poder ir de un igloo a otro, los Inuit tienden una cuerda cuando sopla el blizzar. Hombres que recorren kilómetros en trineo orientándose por el sol o su reflejo, que han desarrollado precisos mapas celestes y mapas de nubes, que son capaces de deducir la calidad del hielo y pronosticar el tiempo, temen perderse en la ventisca en los pocos metros que separan una vivienda de otra. La soledad y el infinito tejen los paisajes y los relatos que narran cada rincón de los hielos. Como los aborígenes australianos; los koyukon de Alaska han trazado una narración que recoge infinitos caminos: los recodos de los ríos, barrancos, lagos y montañas tienen nombre y sentido. El hombre no esta solo: la naturaleza siente.

    Su existencia se basa en su capacidad para ver y comprender cada aspecto del paisaje, el rastro del caribú, cuándo aflorara a la superficie una foca o qué hielo perforar para pacientemente realizar la pesca, distinguir si el agua helada es salada o dulce y servirá para beber. Curiosamente en el ártico el agua es un bien tan preciado y tan escaso como en el desierto. Grandes cazadores, se organizan socialmente según el papel que desempeñan en esta actividad, pero sólo cazan lo estrictamente necesario y, cuando lo hacen realizan siempre rituales para aplacar el alma de los animales que han cazado. Para ellos el sueño y la muerte son de la misma naturaleza, y de no mediar un rito los animales cazados poblarían sus sueños. Los Inuit, como los otros pueblos árticos, tienen una religión animista. Todas las cosas y los seres tienen para ellos un alma que está insuflada por el gran espíritu que ha respirado en ellos. Sus mitos y sus sueños dependen del mismo orden complejo e imprevisible. Las explicaciones no importan demasiado. El viento frío del norte es el espíritu -señor del viento- que procede del bebé gigante Naarsuk, dotado de una fuerza y un tamaño extraordinario subió al cielo donde se transformó y ahora cada vez que su lecho se deshace sopla sobre la tierra. El viento cálido del sur es, en cambio, un espíritu femenino que vive en un igloo de nieve. Su lámpara hace agujeros en la pared y entonces el aire se escapa y recorre la tierra. El viento se denomina “anare” de donde ha llegado hasta nosotros viajando miles de kilómetros la palabra anorak, “lo que detiene el viento”. La lluvia, el trueno, el rayo, proceden de dos hermanos revoltosos que por haber sido reprendidos por jugar se vengan así de los humanos. Estos y otros mitos forman un entramado complejo regido por grandes espíritus-señores: Sila, el Tiempo; Taquiq, la luna; Siqniq, el sol; y Kannaaluk, la muchacha del fondo del mar, con la que siempre hay que contar para la pesca. Tan delicado es este orden que es preciso que alguien medie entre lo visible y lo invisible, entre los muertos y los vivos, entre las presas y los cazadores. El mediador se llama chamán.

    El Inuit cuida extraordinariamente dos objetos de los que depende su vida: su canoa, el kayak, palabra que también nos han legado, y el trineo. Con el kayak recorren los escasos cursos de agua libre buscando caza y pesca. Los trineos son guiados por perros sabiamente adiestrados, obedientes y fuertes, capaces de dormir sobre el hielo, que más que recorrer los invisibles caminos parecen volar desplazándose entre la espuma de la nieve, veloces y ligeros a pesar de que pueden llegar a transportar hasta una tonelada de peso procedente de la caza, y por supuesto a toda la familia.

    Todos los pueblos del norte son hábiles constructores, conductores y usuarios de los trineos, de los que existen tantas formas y variedades como pueblos. Varía su longitud y su anchura, el número de perros que lo arrastran y la forma de sus patines. Los Inuit tienen trineos enormes en los que disponen el tiro de perros en forma de abanico. Al sur se hacen ligeros y más manejables para poder ser conducidos con gracia entre los bosques subárticos, con el tiro en hilera. La subsistencia de estos pueblos no es comprensible sin pensar en su carácter nómada y en los trineos que hacen posible sus movimientos. Es curioso que uno de los hábitats más extremo haya proporcionado tantas imágenes encantadoras: la bonita estampa de Papá Nöel avanzando sobre la nieve en su trineo tirado por renos nos llegó desde estas gentes del norte, de sonrisa pronta y hospitalidad abrumadora. También de ellos proceden los bonitos dibujos y bordados que adornan sus ropas, especialmente las de los Samis. Los samis, que constituyen un solo pueblo, no comprenden las modernas fronteras y se encuentran repartidos en la actualidad en diversos países Suecia, Noruega, Finlandia, Rusia. Aunque también son cazadores y, sobre todo, pescadores, con el tiempo se convirtieron en pastores de espectaculares rebaños de renos que atraviesan en manada las latitudes subárticas. También los Chukchi, cuyo nombre significa ricos en renos y que han dado nombre a un mar y a la península que habitan, son extraordinarios pastores y obtienen del reno cuanto necesitan para vivir: carne, leche, grasa, pieles y hueso para fabricar útiles. De ahí que acompañen a sus rebaños buscando siempre las zonas de hierba, musgos y líquenes capaces de alimentarlos. Las mismas migraciones realizan los Nenets y los otros pueblos que buscan refugio a los duros inviernos polares en la taiga subártica.

     

     

    Aunque varían las lenguas que emplean y los nombres que dan a las cosas - por ejemplo los Yakutios de Siberia llaman “el jefe” al poderoso blizzard-, todos tienen formas de vida y de organización social en común. Sus primitivas creencias y su tecnología son deudoras de la potente cultura inuit y de los numerosos contactos que se establecen entre los pueblos nómadas. Todos comparten hoy también la amenaza de una civilización de la que han asimilado algunos elementos, pero que les es ajena. Los cambios climáticos, que están abriendo nuevas rutas marinas en el antes intransitable ártico, y la avidez en la búsqueda de minerales y petróleo, son el principal enemigo de estos pueblos, hoy reunidos en el Consejo de los Pueblos Árticos para defender su forma de vida y su ancestral cultura. Bien pudiera ser que su enemigo de siempre, el potente blizzard, el muro de viento blanco sea su única defensa frente a la arrogancia tecnológica y la avaricia del habitante de las latitudes templadas.