No se puede explicar la navegación entre las islas, ni su vida
misma, sin el viento. Es él el que transporta las semillas y
los pájaros, el que propicia la pesca. También es el que
despierta el corazón e invita a la aventura. Los aires conservan
aún el recuerdo de aquellos primeros navegantes en el nombre
de los barcos: “la Hispaniola”. El viento raudo rodea la
más famosa de todas las islas, “La isla del tesoro”.
La expedición del coraclo
Ya era muy de día cuando desperté, y me encontré dando
tumbos en el extremo Suroeste de la Isla del Tesoro. El sol estaba ya alto,
pero se ocultaba todavía tras la masa de El Catalejo, el cual por aquella
parte, bajaba casi hasta el mar en formidables acantilados.
La Punta de la Bolina y el Monte Mesana estaban a mí derecha; el
monte, pelado y sombrío; el cabo, cortado por acantilados de cuarenta
a cincuenta pies de altura y flanqueado por grades masas de rocas despeñadas.
Yo estaba a un cuarto de milla escaso, mar adentro, y mi primera idea fue
acercarme y desembarcar.
Mas no tardé en abandonarla. Entre las rocas derrumbadas, rompían
las olas con estruendosos bramidos, lanzando por el aire penachos de
agua y de espumas; el retumbante fragor y el alzarse y caer de los gigantescos
surtidores, se sucedía de segundo en segundo, y me vi a mí
mismo, si me aventuraba más cerca, destrozado a golpes sobre
la bravía costa, o agotando en vano mis fuerzas para escalar
los agrios peñascales.
Y no era eso todo, sino que vi agrupados en las mesetas de roca, o dejándose
caer al mar con golpes atronadores, unos monstruos viscosos -limacos,
se diría, de increíble corpulencia-, que, en número
de cuatro o cinco docenas, hacían resonar las peñas con
sus aullidos. Después he sabido que eran leones marinos, es decir,
focas inofensivas. Pero su aspecto, unido a lo inhospitalario de la
costa y al ímpetu del oleaje, fue más que suficiente para
quitarme toda apetencia de desembarcar allí. Prefería
morir de hambre en el mar a afrontar tales peligros.
Pero aún quedaban, contra lo que yo suponía, otras puertas
abiertas a la esperanza. Al norte de la Punta de la Bolina, la costa
seguía un gran trecho en línea recta, dejando, en la marea
baja, una anchurosa playa de arena amarilla. Y aún más
al norte se adelantaba otro cabo -señalado en el mapa como Cabo
de los Bosques-, cubierto de altísimos y verdes pinos que llegaban
hasta el borde del mar.
Recordé lo que había dicho Silver acerca de la corriente
que iba hacia el norte a lo largo de la costa occidental de la Isla
del Tesoro; y como vi, por mi posición, que estaba ya bajo su
influencia, preferí dejar la Punta de la Bolina a mi espalda
y reservar todas mis fuerzas para un intento de desembarco en el, al
parecer, más hospitalario "Cabo de los Bosques".
Había una grande y suave ondulación en el mar. El viento
soplaba constante y sin violencia del sur; no había oposición
entre él y la marcha de la corriente, y las olas caían
y se levantaban sin llegar a romper.
De no ser así, hubiera yo perecido mucho antes; pero tal como
el mar estaba, era asombrosa la presteza y la seguridad con que mi esquife,
tan chico y ligero, podía cabalgar sobre las olas. Echado como
iba yo en el fondo, y sin asomar más que un ojo por encima de
la borda, veía a cada momento alzarse y venir sobre mí
una enorme cumbre azul; mas el coraclo no hacía sino dar un pequeño
brinco, danzar como sobre muelles y descender por el otro lado en la
hondonada, raudo como un pájaro.
Poco a poco me fui envalentonando y llegué a sentarme para probar
mi habilidad con las palas. Pero la más mínima alteración
en el reparto del peso, producía violentos cambios en la manera
de conducirse el coraclo. Apenas me había movido, cuando el bote,
abandonando el suave compás de baile, se precipitó recto
por una pendiente tan inclinada, que me dio vértigo, y fue a
hundir la nariz, con un gran chapuzón, en el flanco de la ola
que venía detrás.
Me quedé empapado y despavorido, y volví al instante a
mi anterior posición, con lo cual el coraclo pareció recuperar
el juicio y volvió a llevarme blandamente por entre las grandes
ondas. Era evidente que había que dejarlo a sus anchas, y, a
ese paso, y puesto que no podía en modo alguno influir en su
ruta, ¿qué esperanza me quedaba de llegar a tierra?
Me entró un espantoso miedo, pero, a pesar de eso, no perdí
la cabeza. Primero, moviéndome con todo cuidado, achiqué
poco a poco la embarcación con mi gorra marinera; después,
volviendo a asomar un ojo por encima de la borda, me puse a estudiar
de qué manera se las manejaba para deslizarse tan tranquilamente
entre las olas.
Observé que cada ola, en vez de ser una gran montaña lisa
y lustrosa, como parece desde la costa o desde la cubierta de un barco,
se asemejaba mucho a una sierra de montes en tierra firme, llena de
picos y partes llanas y valles. El coraclo, dejado a sí mismo,
girando de un lado para otro, iba serpenteando, por decirlo así,
su camino por esos sitios más bajos, y esquivaba las cuestas
abruptas y los picachos más altos y vacilantes de la ola.
—Pues ahora -me dije- se ve claro que tengo que seguir tumbado
como estoy; pero también se ve que puedo sacar la pala por encima
del costado, en los sitios llanos, y dar al bote un empujón o
un par de ellos hacia la costa.
Y pensado y hecho. Continué tendido sobre los codos, en la más
incómoda postura, y de cuando en cuando daba una débil
remada para guiar al bote hacia tierra.
Era una tarea cansadísima y lenta, pero observé que ganaba
terreno, y cuando nos fuimos aproximando al Cabo de los Bosques, aunque
vi que infaliblemente pasaríamos de largo aquella punta, había,
sin embargo, logrado ganar algunos centenares de varas hacia el Oriente.
La verdad es que estaba muy cerca. Podía ya ver las frescas y
verdes copas de los árboles meciéndose a compás
de la brisa; y estaba seguro de que podría alcanzar, sin falta,
el siguiente promontorio.
Y la cosa urgía, pues empezaba a atormentarme la sed. Entre el
sol que me abrasaba desde arriba, el resplandor de sus infinitos reflejos
sobre las olas y el agua del mar que caía y se secaba sobre mí,
dejándome costras de sal en los labios, me habían producido
dolor de cabeza y un ardiente resecamiento en la garganta. La vista
de los árboles, tan cercanos, había aguzado mi sed hasta
el punto de sentir vértigos; pero la corriente me hizo dejar
atrás el promontorio, y cuando una vez pasado éste se
descubrió ante mí otra gran extensión de mar, el
espectáculo que contemplé cambió por completo el
rumbo de mis pensamientos.
Enfrente de mí, a menos de media milla, vi a la Hispaniola navegando
a velas desplegadas. No hay que decir que ni por un momento dudé
de que iba a ser apresado; pero tan acongojado me tenía la falta
de agua, que apenas sabía si era cosa de sentirlo o de alegrarme;
y antes de que hubiera podido decidir el problema, la sorpresa me había
embargado de tal modo que no pude hacer sino mirar y asombrarme.
La Hispaniola navegaba con la vela mayor y dos foques, y la bella lona
blanca resplandecía al sol cual si fuera de nieve o plata. Cuando
apareció ante mí, todas sus velas tomaban viento, se dirigía
hacia el Noroeste, y me figuré que los que estaban a bordo se
proponían dar la vuelta a la isla para regresar al fondeadero.
Después empezó a virar más y más hacia el
Oeste, y entonces pensé que me habían visto y que iban
a darme caza. Al fin, embargo, se atravesó al viento y se quedó
allí un rato, sin poder moverse, con todas sus velas palpitando.
—¡Torpes! -me dije-, deben de estar todavía borrachos
como cubas. Y me imaginé cómo el capitán Smollet
les hubiera hecho andar derechos.
Entre tanto la goleta fue virando; volvió a tomar viento y empezó
a correr otra bordada; navegó con rapidez durante un minuto,
y volvió a quedar inmóvil de nuevo, atravesada al viento.
Una y otra vez se repitió esto mismo. De aquí para allá,
arriba y abajo, del norte al sur y del este al oeste, navegó
la Hispaniola con sus arrancadas y embestidas, y cada nueva escapada
acababa como había empezado, con velas lacias y colgantes. ¿Dónde
estaban los dos hombres? Pensé que o estaban borrachos perdidos
o la habían abandonado, y que si yo lograba subir a bordo acaso
pudiera devolvérsela a su capitán.
La corriente se llevaba al coraclo y a la goleta, con la misma velocidad,
hacia el sur. En cuanto a la última, navegaba de manera tan loca
e intermitente y en cada parada se quedaba tanto tiempo inmóvil,
que no sacaba ventaja alguna, si es que no la perdía. Sí
me atreviese a sentarme y a remar, estaba seguro de que la alcanzaría.
El proyecto tenía un sabor de aventura que me seducía,
y el pensar en el tanque del agua, junto a la escala de proa, duplicaba
mi valor naciente.
Me incorporé, y fui recibido, casi en el mismo instante, por una
ducha de espuma; pero esta vez me mantuve firme y me puse a remar, con
toda mi fuerza y gran precaución, en pos de la errática
Hispaniola. A poco embarqué un golpe de mar tan fuerte, que tuve
que detenerme y achicar el bote, con el corazón revoloteándome
dentro del pecho como un pájaro; pero gradualmente me fui adiestrando
y guié el coraclo entre las olas sin más contratiempo
que algún golpazo del agua en la proa y las consiguientes duchas
de espuma sobre mí cara.
Ya me iba acercando rápidamente a la goleta; ya veía relucir
los cobres en la caña del timón, según giraba de
uno a otro lado; y, sin embargo, no aparecía un alma sobre la
cubierta. Había que creer que la habían abandonado. De
no ser así, los marineros estaban borrachos en la cámara,
donde acaso pudiera molerlos a golpes y hacer con el barco lo que se
me antojara.
Durante cierto rato, la goleta había estado haciendo lo que era
peor para mí: estarse parada. Iba aproada casi al Sur, dando,
por supuesto, continuas guiñadas. Cada vez que se desviaba las
velas volvían a coger viento, y otra vez la colocaban en la misma
posición. He dicho que esto era lo peor que para mí podía
ocurrir, porque inmóvil como parecía entonces, con la
lona flameando con golpes como cañonazos, y las garruchas rodando
y dando bandazos sobre la cubierta, el barco seguía alejándose
de mí, no sólo con la velocidad de la corriente, sino
con el impulso que recibía del viento y que, naturalmente, era
muy grande.
Pero al cabo, la suerte se tornó propicia. La brisa amainó
durante unos segundos y la corriente empezó a dar vuelta a la
Hispaniola, la cual fue girando lentamente sobre sí misma y acabó
por presentarme la popa con la ventana de la cámara todavía
abierta de par en par y la lámpara aún ardiendo sobre
la mesa a la luz, del día. La vela mayor colgaba inerte como
una bandera. El barco no tenía otro movimiento que el de la corriente.
Hacía ya un rato que había estado perdiendo terreno, pero
ahora, redoblando mis esfuerzos, empecé una vez más a
dar alcance a la caza.
No distaba ya más de cien varas, cuando el viento volvió
de golpe; las velas cogieron la brisa por la amura de babor, y la goleta
empezó a correr otra bordada, inclinada y cortando las olas como
una golondrina.
Mí primer impulso fue de desesperación, pero el segundo,
de intenso gozo. El barco venía dando la vuelta hasta presentar
el costado; volvía y ya había cubierto la mitad, y después
dos tercios, y después tres cuartos de la distancia que nos separaba.
Veía el blanco hervor de las oías bajo su roda. Me parecía
de inmensa altura, visto desde la baja posición del coraclo.
Y de pronto empecé a darme cuenta del peligro. No tuve tiempo
para pensar; casi me faltó para obrar y salvarme. Estaba en el
lomo de una ondulación, cuando llegó la goleta inclinada
sobre la inmediata. El bauprés estaba sobre mi cabeza. Me puse
en pie y dí un salto, hundiendo el coraclo bajo el agua. Me agarre
con una mano al botalón del foque y afirmé un pie entre
el estay y la braza; y cuando aún estaba allí, sosteniéndome,
jadeante, un golpe sordo me advirtió que la goleta había
pasado por ojo al coraclo, y me había quedado en la Hispaniola
sin retirada posible.
La isla del tesoro. Robert Louis Stevenson.
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