Soplaba un viento cálido del sur el día que murió
mi tío Arcadio. Pasados ya más de dos años, me
pregunto si no fue aquel soplo acaso un eco de su último aliento,
un modo susurrante de dar fe de tanta existencia suya, de negarle empecinadamente
un adiós apresurado al mundo exhalando aquella llama que acabó
por entibiar los rostros invernales de los que lo llorábamos.
Durante tres días vimos levantarse altas tolvaneras, desgajarse
como pétalos las tejas de las casas, ondear arrebatadas las sábanas
tendidas… Y otras tantas noches anduvo el viento negro con su
responso enlutando las calles, gimoteando por las esquinas como una
plañidera.
-Se nos fue con el Solano. El viento vino para llevárselo –sentenció
mi madre con aplomo bien curtido de mujer manchega.
Árbol de ausencias,
como tú, tampoco el viento
las olvida…
Un barquito velero sobre la bola del mundo. Una veleta a merced del viento...
Ignoraba casi todo de la vida de aquel hombrón taciturno, solitario,
de gesto adusto y mirada esquiva, que gustaba de pasear por el campo
y orearse como hace el trigo verde de las eras.
Murió joven. Acababa de cumplir cuarenta y cinco años.
Soltero, hombre de pocas palabras e imperceptibles gestos -tal laconismo
lo vertería también en sus escritos- sus conversaciones
parecían mensajes cifrados dirigidos más a la comunicación
consigo mismo que al entendimiento con los demás.
-Me voy-dijo aquel día.
-No te tardes, que está para llover y en la era no hay cobijo
-aventuró mi abuela intentando sonsacarle algo más de
información.
-Me voy más lejos -explicó él a su manera.
Y no volvió en un año. Un año sabático que
repitió siempre que pudo, fiel a su costumbre de estar como en
barbecho, acumulando ahorros para dejar el pueblo y andar así,
llenas las alforjas, por esos mundos de Dios durante un año.
-Le dio el Siroco-resolvió mi abuela, que aún conservaba
el dicho de cuando volvió Eustaquio, el bisabuelo, un tanto majara
de hacer la mili en Marruecos.
Y sí, le dio el Siroco, o su pariente el Solano, fiel compañero
suyo hasta en el más allá.
Era propenso a la melancolía, aunque sin hacer ostentación
de ella. Entre otros papeles y gustos raros me dejó en herencia
su particular devoción por la primera página de Moby Dick,
fragmento que él se hizo enmarcar y después colgó
en la pared del dormitorio como quien cuelga una imagen digna de veneración
a la que encomendarse.
Pueden ustedes llamarme Ismael. Hace algunos años –no importa
cuántos, exactamente-, con poco o ningún dinero en mi billetera
y nada de particular que me interesara en tierra, pensé darme al mar
y ver la parte líquida del mundo. Es mi manera de disipar la melancolía
y regular la circulación. Cada vez que la boca se me tuerce en una
mueca amarga; cada vez que en mi alma se posa un noviembre húmedo y
lluvioso; cada vez que me sorprendo deteniéndome, a pesar de mí
mismo, frente a las empresas de pompas fúnebres o sumándome
al cortejo de un entierro cualquiera y, sobre todo, cada vez que me siento
a tal punto dominado por la hipocondría que debo acudir a un robusto
principio moral para no salir deliberadamente a la calle y derribar metódicamente
los sombreros de la gente, entonces comprendo que ha llegado la hora de darme
al mar lo antes posible. Esos viajes son, para mí, el sucedáneo
de la pistola y la bala. En un arrogante gesto filosófico, Catón
se arroja sobre su espada; yo, tranquilamente, tomo un barco. No hay nada
de asombroso en esto. Pocos lo saben, pero casi todos los hombres, sea cual
fuere su condición, alimentan en un momento dado esos sentimientos
que me inspira el océano.
Moby Dick. Herman Melville.
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