No hay un mar tan singular como el Mediterráneo. Mar entre tierras,
entre montañas y desierto, donde todo se individualiza, se concretiza.
Mare Nostrum romano, origen de civilizaciones y cuenca donde se encontraron
y confrontaron Europa, África y Asia. Mar interior donde los
hombres forjaron su historia, sus leyendas…sus cuentos, y ellos
mismos fueron y son fruto de una geografía irrepetible, de una
ocupación territorial sin parangón, donde clima y suelo,
por encima de cualquier otro factor, determinaron y condicionaron lo
que conocemos como Mundo Mediterráneo, con un urbanismo donde
los espacios abiertos y comunes favorecen el intercambio de la palabra,
la idea, y es fácil, necesario incluso, la transmisión
oral, y con ella, los misterios, las leyendas, el origen, los versos
traídos por vientos distintos pero bien conocidos; el ágora,
el foro, la plaza. La madre naturaleza, firme, a veces, domesticada,
sedienta en los estíos ardorosos, interminables, con montes aterrazados,
cultivados desde hace milenios, como todavía lo atestigua alguna
encina, algún viejo olivo, atemporal, curado de espanto. Trilogía
mediterránea: néctar de la uva, alimento que los dioses
liban en sus prolongadas siestas. Pan para los hombres, aferrados al
terruño, acostumbrados a la aridez del esparto, al sueño
de la jara. Río de sol descendido, el aceite de los campeones
olímpicos coronados de laurel, de gloria efímera apenas
rozada cuando el zorzal pía hastío en agosto.
Y de un lugar a otro, como hebra que todo lo une, el viento, los vientos,
porque la cuenca mediterránea se nos presenta variada, fragmentada
si se quiere, personalizada, y entonces, como no podía ser de
otra manera, los vientos generales se van deshilachando en otros menores,
locales, y dejan así un extenso anonimato para tener nombre y
apellidos, y ser en la mirada de las gentes esencia misma de la tierra
y el mar.
De esta manera, los hombres pusieron nombre a los vientos, y sentimientos,
y reconocieron a cada uno con sus venturas y sus calamidades, con sus
esperanzas y sus miedos, y aprendieron a aliarse con su fuerza, a respetarla,
a ser junco cuando fuese necesario.
Porque el mediterráneo, en este caso occidental, tiene su propia
rosa de los vientos, y los hombres quisieron leerla, interpretarla,
como si de libros evanescentes se trataran. Y en la tierra, abrazando
los cultivos aterrazados de las laderas montunas, se levantaron muros
de piedra, unidas con argamasa o a hueso, o setos altos y estirados
de cipreses que al compás del viento oscilan, danzan, se mueven
en tan secular sinfonía. Ager mediterráneo, tan singular
como los vientos que esparcen sus olores y trasladan sus colores. Molinos
de viento en las llanuras esteparias, en el litoral de costa, para moler
grano o elevar agua; preciado tesoro mediterráneo.
La mar, como los marineros llaman al Mediterráneo. La mar con sus
vientos que a los pescadores susurran las más diversas informaciones.
Hay vientos que atraen a los peces. Otros, los ahuyentan. Una barca
de cabotaje iza las velas y el viento, fiel a su cita, los lanza a historias
de fondos turquesas, donde todos los mitos son posibles. Barcos pequeños,
siempre con el velamen cuadrado que los hacía poco manejables,
como si los hombres no quisiesen desafiar al viento, como si reconociesen
su imponente supremacía; hombres frente a dioses. Mástil
igualmente poco alto, lo justo para aprovechar las levedades, el viento
de popa, sin poder voltejear. Velamen bajo, casi nunca supera los tres
pisos. No es casualidad tampoco. El Mediterráneo y sus vientos
no son océanos. Los barcos tradicionales son casi continuación
del hogar: pequeños, recogidos, con poco calado, predominantemente
largos. Hogares de la mar adaptadas a vientos que no son constantes,
fijos, sino que se mueven, cambian. Quizá la excepción
la encontremos en oriente, donde los vientos etesios, estacionales y
regulares, permitían largas travesías a vela desde Grecia
a Egipto. Y la montaña que llega al mar, donde las olas rompen,
lloran, se entregan a un soplo de viento.
Vientos individualizados casi hasta el infinito. Del norte, la Tramontana,
brusco, frío, seco, soplando tras el Mistral. Este mismo, de
noroeste, fuerte, frío, seco, con una fuerza que puede alcanzar
los noventa nudos durante dos o tres días. Los hombres le temían
de diciembre a febrero, sabían que podía regresar en Junio.
Lo respetaban.
Y tras la tramontana, de noreste, el Grecal, Grecale, Euraquilo, Euroclydon,
sin lluvias, pero ansiado por los pescadores porque, en sus tres o cinco
días, la pesca solía presentarse favorable. O el Levante,
de fuerte mar y violentas tormentas, viento del este, esperado por el
hombre del campo, porque en su seno se daban lluvias esperanzadas y
borraba del aire el polvo, y germinaba las semillas.
Y del sureste, el temido Siroco, Simún, Solano, Xaloc, con lluvias
de barro cuando precipita sobre los campos. Temido también en
la mar, cuando las bajas presiones se instalan al sur de la península
ibérica. Viento que hacía huir a los peces y refugiarse
a los hombres. Igual que del sur, el Mediodía, Migjorm, pero
entonces, del suroeste llega el Lebeche, Llebeig, y con él las
precipitaciones y los bancos de peces. Viento propicio para la fortuna
de los hombres.
Del oeste, el viento de Poniente, con fuerza de hasta seis, prolongado
en varios días y con ausencia de lluvias. Viento que reseca la
tierra hacia adentro, pero que congrega a los peces en las redes.
Y así, en constante rosario de cuencas, el Mediterráneo
fue desgranando para los hombres sus secretos, y a través de
los vientos las palabras viajaron por entre los rompientes, y se internaron
en la encina y el alcornoque, se columpiaron en el molino, empujaron
a veleros, ondearon banderas y enloquecieron veletas. Y colgadas en
el ciprés, sembraron este espacio milenario, único, con
una ocupación del territorio sin igual, donde las gentes no solo
aprendieron de la naturaleza, del medio; puede que llegaran a ser ellos
mismos medio, y mar, y bosque, y que con sus manos de tierra y agua,
los hombres peinaran al viento.
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