El islan en el mediterráneo Medieval
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    Afán viajero, del viento, del tiempo, de mi tío Arcadio, de Simbad, de tantos pueblos.

     

    El islam en el mediterráneo medieval

    “Desplegó este sus velas y se dio a la mar con ellos, a favor de propicio viento, cual si fuera un pájaro que remonta el vuelo. Como muy bien dijo uno de ellos:


    Repara en ese velero
    Y en él su vista recrea
    Mira que ligero corre
    Parece un ave que vuela
    Con sus alas desplegadas
    Y al mar los cielos acerca.”


    Las mil y una Noches.

     

    Al pensar en el Islam siempre nos acuden a la mente las arenas del desierto, largas caravanas de camellos bajo la luna, oasis y tiendas levantadas entre el perfil de las dunas. Casi nunca un barco. Parece que sus naves están desde hace mucho ancladas en los gloriosos puertos de Túnez, Alejandría o Palermo y el viento se ha llevado muy lejos el sonido de sus velas.

    Este es un olvido imperdonable, fueron ellos los que dieron nombre a unos vientos, siroco (saláwq), lebeche, monzón (mwsin), garbí, jaloque, que aprendieron a domar; del vocabulario islámico provienen las palabras ráfaga y racha, las dos inconstantes, que describen la naturaleza de los caprichosos vientos mediterráneos. Fueron navegantes musulmanes quienes introdujeron en el que llamaron también el mar nuestro, la vela triangular o de cuchillo, que irónicamente suele denominarse latina, vela que ellos trajeron de su navegación por el Índico y que permitía navegar de costado y no siempre “viento en popa”; además eran manejadas con más facilidad y por menos marineros.

    De la lejana China trajeron la aguja imantada, primera brújula que se usó en el Mediterráneo, haciendo la navegación más fiable; pero quizás su mayor aportación fue el timón de codaste, un largo trozo de madera adosado a la quilla de popa que salvó por fin a las naves de las peligrosas maniobras de giro que se hacían usando dos largos remos.

     

     

    En poco más de tres siglos desde la formación del Islam sus marinos habían puesto en contacto Índico y Mediterráneo, e incluso se adentraban valerosamente en el que ellos dieron en llamar al-bahr al-mubit, el océano circundante (también el mar de color de pez, el gran verde o la mar occidental). De estas expediciones en las que se formarían expertos marineros destaca la curiosa emprendida por los hermanos Al-Muyabin y que rescató incluyéndola en la novela que escribió sobre el viaje de Colón el gran novelista valenciano Vicente Blasco Ibáñez. A este viaje prodigioso y a la entretenida novela su autor le dio el título de “En busca del gran Khan”. En este obra los hermanos aparecen como los Almagrurinos, así es como lo cuenta nuestro autor:

    “Ocho moros hermanos vecinos de Lisboa llamados los hermanos Almagrurinos, mucho antes de 1147 año en que los musulmanes fueron expulsados de dicha ciudad, juntaban las provisiones necesarias para un largo viaje no queriendo volver hasta penetrar el extremo del mar tenebroso. Así descubren las Isla de los carneros amargos y la Isla de los hombres rojos, viéndose obligados a tornar a Lisboa por falta de provisiones, ya que no podían comer por su mal sabor los carneros de las tierras descubiertas. Los hombres rojos eran de gran estatura, piel rojiza y cabellera no espesa y larga sobre los hombros- lo que hizo pensar si los hermanos Alamagrurinos habían llegado a tocar alguna isla oriental de América”.

    De tal relato hay noticia también en algunas crónicas, y es que en aquella época y civilización, narrador geógrafo y viajero vienen a ser la misma cosa, no en vano hay quién dice que la peregrinación a la Meca, uno de los preceptos sagrados del Islam, ha sido siempre una hermosa forma de ensanchar la mente y el corazón con un largo viaje.

    Solo tenemos que recordar las palabras de Simbad el Marino, famoso cuento de las no menos famosas “Mil y una Noches”, obra escrita entre los siglo X y XV:

    “Habéis de saber que llevaba yo en Bagdad la vida más deliciosa cuando, un día de los días, hubo de ocurrírseme la idea de echarme a viajar por los países de las gentes y sintió mi alma la nostalgia de traficar y recorrer tierras e islas y vagar por el mundo ganándome la vida. Y llegó a asediarme tanto esta idea que acabé por tomar de mis caudales una suma considerable y la invertí en comprar mercancías y géneros propios para comerciar con ellos, y los empaqueté y luego me dirigí a la marina y hallé allí fondeado un barco muy nuevecito y muy majo, con velamen de tela buena y a su bordo pasaje numeroso”.

    Simbad nos relata lo que era no solo su inquietud sino la de miles de hombres en el Islam. Uno de los viajes reales más conocido por su longitud y la calidad de sus descripciones, muy utilizadas por los geógrafos, es el que llevó a cabo Ibn Batuta, quien puede que comenzando en un viaje a la Meca llegara después a recorrer Granada, Cerdeña, Níger, Afganistán, India, Ceilán, China, o sea, medio mundo ¿Quién sabe en cuántos barcos navegaría?

    A veces para la guerra, pero sobre todo para el comercio, los musulmanes se hacían a la mar y el Mediterráneo era el mar que ponía en relación las más importantes rutas del mundo conocido: la de la Seda a través del mar Negro, el circuito que enlazaba el mar Rojo y el Índico a través de Alejandría, y en los puertos del norte de África la ruta del oro.

    El dominio que habían alcanzado en el Mediterráneo les había permitido recoger los conocimientos de los grandes pueblos marineros como los fenicios, pero también interesantes saberes matemáticos y astronómicos, tomados de Babilonia y de la India. De Babilonia, aunque ya era conocida en Grecia, procedía la división del mundo horizontalmente en siete climas, a los que añadieron uno más tras atravesar el ecuador los navegantes del Índico; y Al Idrisi partiendo de un meridiano inicial próximo a las Canarias, muy cerca de nuestro meridiano de Greenwich, dividió la tierra en diez secciones, lo que permitía establecer una primera localización muy aproximada que luego se completó con una cuadrícula.

    Fueron estos conocimientos y su insaciable curiosidad los que los convirtieron en excelentes cartógrafos. En Mallorca estuvo la más importante escuela de cartógrafos del medievo, reuniendo la tradición islámica con la aragonesa. A los geógrafos y navegantes islámicos se deben los primeros dibujos de las costas, con sus bahías, sus acantilados y sus accidentes, que ayudaban a navegar a los barcos que iban costeando.

    Un problema mucho mayor era navegar sin ver la costa. La orientación tenía que hacerse entonces calculando la posición del barco con respecto a la altura del sol si era de día, o con respecto a las estrellas en la noche. Las estrellas que se utilizaban eran Beta y Gamma de la osa menor; para ello se utilizaba un aparato que se llamaba Kamal, una especie de sextante traído probablemente también de oriente, y se consultaban unas tablas matemáticas elaboradas con el paciente trabajo de los astrónomos desde tierra.

    Estas artes y otras de navegar fueron recogidas en el siglo XV por un experto piloto de barco, hijo y nieto de navegantes, llamado Ahmad Ibn Maÿid, quién tituló su obra “El libro relativo a los Principios y Fundamentos de la Ciencia de la Mar”. No solamente su obra fue muy divulgada y conocida entre los marinos, como el famoso Pedro Alvares de Cabral, considerado el descubridor del Brasil, sino que muchos expertos marinos musulmanes colaboraron y ayudaron a otros tantos marinos portugueses y castellanos a establecer singladuras y mapas. Hay incluso quienes opinan, y encuentran justificación para ello, que hubo en su día un viaje a América de marinos musulmanes anterior al de Colón.

    Así es que cuando decimos palabras como: almirante, maroma, argolla, fragata, galera, albufera, atracar, izar, arriar, acimut, aldebarán, albatros, amarrar, arsenal, atarazana, y muchas más que nos regaló el Islam, el siroco -el saláwq- las sopla en las velas amigablemente como viejas conocidas que desde siglos se mecen con los barcos que surcan el Mediterráneo.