El mundo industrial y urbano en el que vivimos nos hace olvidar la
relación que los pueblos y las gentes han tenido con la naturaleza
en la que viven, la generosidad de la tierra y los lazos estrechos que
la vida crea en torno a todos los seres.
El viento que en el viento
Busca la patria del viento.
M. Darwix.
En la lengua de los indios Lakota sioux, la morada del viento se llama
Huayra Huasi.
Mientras el agua fluya y sople el viento
“Los blancos contaron solo una parte, lo que les placía.
Dijeron muchas cosas falsas. Sólo sus mejores proezas, sólo
los peores actos de los indios; eso es cuanto ha contado el hombre blanco.”
Lobo Amarillo de los nez-percés.
Contaban el tiempo en lunas, hablaban de acontecimientos ocurridos durante
la luna de la hierba seca, la luna en la que cambian los alces su cornamenta,
la luna en la que maduran las cerezas o la luna de las hojas caídas.
Su relación con la naturaleza era tan profunda y tan rica que
llegaron a comprender el inmenso poder destructivo que el “hombre
blanco” tenía. El legendario Toro Sentado dijo: ”Esta
nación de hombres blancos es como una riada de primavera que
se desvía de su cauce y destruye todo cuanto encuentra a su paso”.
Sabían de su afán destructor, pero no podían entender
qué lo alimentaba; ellos, que veneraban la vida en todas sus
formas, eran incapaces de asimilar esa inquina contra todo. Para el
indio todo venía de la naturaleza, hasta sus propios nombres:
Nube Roja, Toro Sentado, Lobo Gris, Perro Rojo, Caballo Triste, Pequeña
Corneja, Dos Lunas, Lluvia en la Cara, Toro Oso, Toca las nubes, Viento
que Habla.
América, en toda su inmensidad y su belleza, estaba poblada antes
de la llegada de los europeos por gran cantidad de pueblos, grupos humanos
y tribus que, aunque tenían algunos rasgos en común como
las lenguas, se habían adaptado tan profundamente a los diversos
medios naturales que era esta relación la que había creado
los lazos de parentesco cultural entre ellos. Esto sucedía con
tanta claridad en la América del Norte que es precisamente el
medio natural el que ha servido a los antropólogos y etnólogos
para ordenar el gran número de grupos humanos que la habitaban.
Así tenemos:
Habitantes del subártico: Kaskas, cuchillos amarillos, castores,
chipevas, tananas, cris, naskapis, algonquinos.
Bosques atlánticos: Mohicanos, penacook, delaware, nanticoke.
Bosques de los grandes lagos: Otawas, hurones, cayuga, ilinois, mohawk.
Sureste: Creek, semiolas, cheroquis, catawba, shawnee.
Llanuras y Praderas: Pies negros, cheyén, arapaho, siux- santee-yankton-teton,
crows, mandanes, ponca, omaha, pawne, arikaras, kiowas, comanches, apaches,
mescaleros.
Suroeste: Pueblo, navajos, yumas, papago.
Gran cuenca: Sosones, ute, mohave.
Meseta: Néz-percé, corazón de lezna, modoc, klamath,
salísh, sound, kalispel.
California: Maidu, miwok, auki, wiyot, pomo, yana.
Costa noroeste: Chinooks, yuroks, niska, nootkas, bella-colas, haislas,
bella-bella, heiltsuks, gitskan, hupas, haidas, eyak.
Aunque esto es sólo una posible aproximación, pues, además
de la propia movilidad y mezcla de pueblos que se había producido
a lo largo del tiempo, hay que tener en cuenta los muchos otros movimientos
a los que los sometió la expansión del hombre blanco,
aquel al que el viento y el sol no le habían curtido el rostro
y era pálido como la luna ¿Cómo iban a comprender
al piel roja, que llevaba en la faz el rastro de los siglos de viento
en la pradera? Algunos indios visitaron las ciudades de los blancos,
comprendieron el poder que éstos tenían, pero no mostraron
ningún interés por su forma de vida, ajena a todo lo que
era natural.
Tan inconmensurables eran para él las tierras como el cielo; tanto
que no acertaba a determinar quién había dado origen al
mundo, y así cielos y tierras se alternaban en sus mitos. El
espíritu del universo, que en todo vive y que luego los misioneros
traducirían por gran espíritu para ir aproximando unas
creencias que permitieran su cristianización, soplaba sobre todas
las cosas y, por lo tanto, todo era sagrado pues estaba animado de este
aliento vital: montañas, ríos, bosques, animales, ¿Cómo
podía el hombre blanco comprar, cómo pretendía
cosas que no tenían dueño ni precio? ¿Cómo
iba el hombre blanco a comprar una tierra que era más fuerte
y más sagrada que el propio hombre, que era su madre pues brindaba
todo lo que era necesario para la vida? Eso fue todo lo que los indios
quisieron conservar: la tierra en la que vivían y eso fue lo
que el hombre blanco les robó violentamente.
La historia está llena de falsificaciones e imposturas, pero el exterminio
del indio norteamericano es una de las más dolorosas. Las mentiras
que la potente industria cinematográfica difundió durante años
sólo demuestran la incapacidad de los hombres para reconocer sus crímenes,
y aún hoy son un agravio no sólo a la nación y a la memoria
de los indios, sino a la causa de los derechos humanos y del de los pueblos
a vivir en paz.
En toda América, y con todas las tribus, el proceso fue muy parecido:
los colonos necesitaban las tierras, e incapaces de convivir con los indios,
pues querían el control absoluto de las mismas, recababan la ayuda
del ejército. El gobierno de Washington enviaba representantes a parlamentar
que se reunían con los indios. Les prometían un trozo de tierra
más reducido en el que vivir a cambio del cese de las hostilidades.
Los indios aceptaban, pues no comprendían que se pudiera mentir o faltar
a la palabra dada. Así quedaban confinados en lo que se llamaba una
reserva. Un aumento de población, el hallazgo de minerales o las necesidades
del ferrocarril, violaban el acuerdo y los indios eran conducidos a un territorio,
a veces yermo, a veces distante del suyo, en el que comenzaban una vida difícil
y llena de calamidades. Cuando la comida no llegaba, cuando eran estafados
o padecían hambre y frío, sus jóvenes guerreros iniciaban
una lucha desesperada que, si bien hacía daño al hombre blanco,
tenía las peores consecuencias para el indio, cuyos campamentos eran
destruidos incluso en las reservas y sus hombres perseguidos hasta el exterminio.
Muy bien documentada está la tragedia de los sioux, indios de las
praderas a los que se expulsó de éstas hacia el lugar que ellos
consideraban sagrado, pues era el centro del mundo: “las colinas negras”,
Paha Sapa para los indios: “El territorio llamado colinas negras es
considerado por los indios como centro de su mundo. Las diez naciones sioux
lo veneran como centro de sus tierras”. Así decía Tkoke
Inyanke, Antílope que Corre, él y los otros jefes solo querían
que se les escuchase. Uno de los jefes soñó que el gran espíritu
les había autorizado a hacer la guerra al hombre blanco. Les había
dicho: “Te los doy porque no tienen oído”. El hombre blanco
no escuchaba. Los indios se defendieron tenazmente. Sus jefes, Toro Sentado,
Nube Roja, Ciervo Cojo, Caballo Loco y Dos Lunas, obtuvieron incluso algunas
victorias sobre los hombres blancos y sus cañones, como la de la batalla
de Rosebud, que los indios denominaron “la batalla de la hermana que
salva a su hermano”, porque en ella una muchacha llamada “Mujer
del Camino de la Cría del Búfalo”, irrumpió ágilmente
para rescatar a su hermano, “Jefe que Aparece”, que había
demostrado un gran valor peleando, tras ser herido y desmontado del caballo.
Todo fue inútil: las colinas se perdieron, los buscadores de oro se
instalaron en ellas, Toro Sentado se refugió en Canadá buscando
la protección de la Reina de Inglaterra. El resto de los jefes y del
pueblo sioux fue atrapado, asesinado o deportado a lejanas reservas.
Antes de que desapareciera el indio de las praderas desapareció también
el búfalo, víctima de la codicia de los cazadores, quienes con
armas de fuego los cazaban a centenares para obtener sus pieles, dejando luego
sus cadáveres pudrirse al sol. Aquella fantástica escena de
la inmensa manada galopando sobre la nieve, en un nube densa de cristales
de color bajo el sol de invierno, desapareció con los gritos de júbilo
y los cantos que acompañaban la demostración de valor que suponía
su caza: “Hace mucho tiempo esta tierra pertenecía a nuestros
padres; ahora, cuando me acerco al río, descubro soldados en sus orillas.
Estos soldados cortan nuestra madera, matan nuestros búfalos, y cuando
contemplo estas escenas, mi corazón parece querer saltar del pecho.
Me embarga la congoja ¿Acaso el hombre blanco se ha vuelto tan niño
que sólo le interesa destruir y no comer? Cuando los hombres rojos
abaten la caza, es para poder alimentarse de ella y alejar de sí el
fantasma del hambre.” Satanta, jefe de los kiowas.
De los cerca de cuatro millones de búfalos exterminados en el breve
espacio de dos años entre 1872-1874, los indios mataron unos ciento
cincuenta mil; el resto, los cazadores blancos. Satanta, Gran Árbol,
lobo Solitario y otros jefes lucharon por sus búfalos y muchas partidas
de guerreros siguieron el curso desesperado de las cada vez más reducidas
manadas. Defendían su derecho a moverse libremente por las praderas.
Perecieron. Satanta, hecho prisionero, terminó arrojándose por
una ventana del hospital de la prisión. En poco más de diez
años, el indio y el búfalo de la pradera habían desaparecido.
Hoy las praderas son la principal zona de producción de cereal de Estados
Unidos.
La última matanza que se produjo es la conocida como Wounded Knee,
por el nombre del arroyo en el que se encontraba el campamento indio. Cuatro
hombres y cuarenta y siete mujeres y niños sobrevivieron. Los historiadores
están de acuerdo en que éste fue el final de aquella nación.
Ellos también lo supieron: “No supe entonces cuánto se
había perdido. Cuando miro atrás desde las alturas de mi senectud,
vienen a mí todavía imágenes de las mujeres y niños
asesinados, amontonados y dispersos por la escarpada garganta. La escena horripilante
se me ofrece tan vívida como entonces. Y me doy cuenta ahora de que
algo más murió también en aquel barro sangriento y fue
enterrado por la tormenta. Allí acabó el sueño de un
pueblo. Era un hermoso sueño. Se ha roto el collar y las cuentas se
han dispersado. No queda ya simiente ninguna y el árbol sagrado ha
muerto” Alce Negro.
El espíritu del universo se comunicaba con el hombre mediante los
fenómenos naturales. El viento, la lluvia, el trueno el relámpago,
eran sus voces múltiples y queridas; incluso en sueños
llegaban las palabras del gran espíritu al corazón del
indio, y éste escuchaba todas las cosas.
Todas las palabras de los indios proceden de la obra de Dee Brown. Enterrad
mi corazón en Wounded Knee, con excepción de la última
que pertenece a “Alce Negro habla”.
La nube que trae un viento,
Las palabras que traen pena,
Otras palabras que limpian,
Otro viento se la lleva.
Pedro Salinas.
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