Las islas del Pacífico han cambiado hoy notablemente y hace
tiempo que aquellos intrépidos marinos que abrieron sus aguas
viven en la historia. Somos los herederos de sus periplos y sus aventuras,
de los vientos que supieron gobernar, de los vientos de alta mar.
Los vientos de alta mar
¿De dónde vienen? De lo inconmensurable. Su envergadura
exige amplitudes abismales. Sus alas desmesuradas requieren el margen
de las soledades. El Atlántico, el Pacífico, son esos
inmensos espacios azules lo que les conviene. Los convierten en espacios
sombríos. Ahí vuelan en tropa. El comandante Page vio
en una ocasión, en alta mar, siete tornados a la vez. Ahí
están, feroces, premeditando desastres. Inflar de forma efímera,
eternamente, el oleaje, esa es su labor. Se ignora su poder, se desconocen
sus deseos. Son las esfinges del abismo; y Gama es su Edipo. Su cara
nubosa aparece en esa oscuridad del mar siempre agitado. Quien observa
sus pálidos trazos en la dispersión que es el horizonte
del mar, siente la presencia de la fuerza irreductible. Se diría
que la inteligencia humana los inquieta y se revuelven contra ella.
La inteligencia es invencible, pero los elementos son inasibles. ¿Qué
hacer frente a la ubicuidad intocable? El soplo se convierte en maza,
tras lo cual vuelve a ser soplo. Los vientos luchan aplastando y se
defienden desvaneciéndose. Quien se topa con ellos queda a su
arbitrio. Su asalto, múltiple y lleno de repercusiones, desconcierta.
Huyen a la vez que atacan. Son la tenacidad impalpable. ¿Cómo
acabar con ellos? La proa del barco Argo, esculpida en roble de Dódena,
a la par proa y piloto, hablaba a los vientos. Éstos se dedicaron
a maltratar a esta diosa proa. Cristóbal Colón, al verlos
acercarse hacia la Pinta, subía al puente y les gritaba los primeros
versos del Evangelio según San Juan. Surcouf los insultaba. «¡Ya
está aquí la camarilla!», decía. Napier les
lanzaba cañonazos. Su dictadura es la del caos.
Dirigen el caos. ¿Qué hacen con él? Cosas implacables.
La fosa de los vientos es más monstruosa que la fosa de los leones.
¡Cuántos cadáveres hay bajo esos pliegues sin fondo!
Los vientos empujan sin piedad la gran masa oscura y amarga. Se los
puede oír siempre, ellos nunca escuchan. Cometen acciones que
parecen crímenes. Lanzan ráfagas blancas de espuma contra
cualquiera. ¡Cuántas fechorías impías en
forma de naufragios!, ¡cuántas afrentas a la Providencia!
A veces parece que escupieran a Dios. Son los tiranos de los lugares
desconocidos. Luoghi spaventosi, murmuraban los marineros venecianos.
Los espacios estremecidos sufren su vía de hechos consumados. Es
inenarrable lo que acontece en esos inmensos abandonos. Algo galopa en la
sombra. El aire se llena de ruidos de bosque. No se ve nada pero se oye una
carga de caballería. Es mediodía cuando, de repente, se hace
de noche; pasa un tornado. Es medianoche cuando, de repente, se hace de día;
se encienden los efluvios polares. Los torbellinos se alternan en sentido
inverso, en una especie de danza espantosa, pataleo de las calamidades sobre
el elemento. Un nubarrón demasiado pesado se parte por la mitad y se
desmorona en el mar. Otras nubes, llenas de púrpura, relampaguean y
truenan, tras lo cual se oscurecen lúgubremente; la nube vaciada de
rayos ennegrece, es un carbón apagado. Sacos de lluvia revientan en
bruma. Aquí, un horno descarga lluvia; allá, una ola lanza una
llamarada. La luz del mar bajo el aguacero ilumina horizontes sorprendentes;
se pueden ver espesores deformándose entre los cuales yerran imágenes.
Hay ombligos monstruosos agujereando las nubes. Los vapores se arremolinan,
las olas hacen piruetas; las náyades giran borrachas. El mar, macizo
y blando, se mueve sin desplazarse hasta donde se pierde la mirada; todo está
pálido y de esa lividez brotan gritos desesperados.
Grandes haces de sombra se estremecen al fondo de la inaccesible oscuridad.
Hay momentos de paroxismo. El rumor deviene tumulto así como las ondas
se hacen marejada. El horizonte es una superposición confusa de láminas,
una oscilación sin fin, un murmullo en bajo continuo; estallan extrañamente
chorros de fragor; se diría estar escuchando estornudos de hidras.
Hay asaltos de soplos fríos y después calientes. La trepidación
del mar anuncia un espanto en el que todo es posible. Inquietud, angustia;
terror profundo de las aguas. De repente, el huracán, como una bestia,
viene a beber al océano. Succión inaudita, el agua asciende
hacia una boca invisible, se forma una ventosa, el tumor se inflama; se trata
de una tromba, del Préster de la Antigüedad, estalactita por lo
alto, estalagmita por lo bajo, doble cono invertido y giratorio, una punta
en equilibrio sobre la otra, beso de dos montañas: una montaña
de espuma que asciende y una montaña de nube que desciende. Espantoso
coito entre olas y sombras. La tromba, como la columna bíblica, es
tenebrosa de día y luminosa de noche. Ante la tromba, el trueno calla;
parece tener miedo.
La inmensa turbiedad de la soledad se despliega en una gama, en un temible
crescendo: chaparrón, ráfagas, borrasca, tormenta, temporal,
tempestad y tromba: las siete cuerdas de la lira de los vientos, las
siete notas del abismo. El cielo se extiende a lo largo, el mar redondea,
pero se alza el aliento y todo esto desaparece, todo es furia y mezcolanza.
Así son esos lugares terribles.
Los vientos corren, vuelan, se lanzan, cesan, vuelven, planean, silban,
mugen, ríen; frenéticos, lascivos, desenfrenados, haciendo
de las suyas sobre las irascibles olas. Estos gritones tienen armonía.
Hacen del cielo un espacio sonoro. Soplan dentro de las nubes como si
fueran de cobre, embocan el espacio y cantan en el infinito, con todas
las voces amalgamadas de las cornetas, bocinas, olifantes, bugles y
trompetas, una especie de fanfarria prometeica. Quien los oye cree estar
escuchando a Pan. Y lo más horroroso es que están jugando.
Los mueve una alegría colosal compuesta de sombra. Organizan
batidas de barcos en las solitarias inmensidades. Sin tregua, día
y noche, en cualquier temporada, tanto en el Trópico como en
el Polo, hacen sonar sus locas trompas y conducen, entre marañas
de nubes y olas, la gran cacería negra de naufragios. Son los
amos de las jaurías. Se divierten. Azuzan las olas, perros rabiosos,
contra las rocas. Mezclan nubes y las deshilachaban. Amasan, con millones
de manos, el agua inmensa y maleable.
El agua es dúctil porque no se la puede aplastar. Se desliza bajo
la presión. Forzada por un lado, escapa por el otro. Así
es como el agua se transforma en onda. La ola es su libertad.
Los trabajadores del mar. Victor Hugo.
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