Sobre las praderas que ocupaban los indios se asentó el hombre
blanco. Su número fue creciendo a medida que la revolución
industrial europea iba arrojando del campo y de las ciudades trabajadores
sin empleo que sobraban. América, la tierra prometida, los iba
acogiendo y las praderas de los indios se iban convirtiendo en zonas
de producción de cereal.
El dominio de la técnica, el conocimiento del mundo, ha convencido
a veces a los hombres de que podían controlar las fuerzas de
la naturaleza, someterlas, que su tenacidad las haría acaso domésticas.
El viento les recuerda que no es así.
La tierra en silencio
Las últimas lluvias cayeron con suavidad sobre los campos rojos
y parte de los campos grises de Oklahoma, y no hendieron la tierra llena
de cicatrices. Los arados cruzaron una y otra vez por encima de las
huellas dejadas por los arroyos. Las últimas lluvias hicieron
crecer rápidamente el maíz y salpicaron las orillas de
las carreteras de hierbas y maleza, hasta que el gris y el rojo oscuro
de los campos empezaron a desaparecer bajo una manta de color verde.
A finales de mayo el cielo palideció y las rachas de nubes altas
que habían estado colgando tanto tiempo durante la primavera
se disiparon. El sol ardió un día tras otro sobre el maíz
que crecía hasta que una línea marrón tiñó
el borde de las bayonetas verdes. Las nubes aparecieron, luego se trasladaron
y después de un tiempo ya no volvieron a asomar. La maleza intentó
protegerse oscureciendo su color verde y cesó de extenderse.
Una costra cubrió la superficie de la tierra, una costra delgada
y dura, y a medida que el cielo palidecía, la tierra palideció
también, rosa en el campo rojo y blanca en el campo gris.
En los barrancos abiertos por las aguas, la tierra se deshizo en secos
riachuelos de polvo. Las ardillas de tierra y las hormigas león
iniciaron pequeñas avalanchas. Y mientras el fiero sol atacaba
día tras día, las hojas del maíz joven fueron perdiendo
rigidez y tiesura; al principio se inclinaron dibujando una curva, y
luego, cuando la armadura central se debilitó, cada hoja se agachó
hacia el suelo. Entonces llegó junio y el sol brilló aún
más cruelmente. Los bordes marrones de las hojas del maíz
se ensancharon y alcanzaron la armadura central. La maleza se agostó
y se encogió, volviendo hacia sus raíces. El aire era
tenue y el cielo más pálido; y la tierra palideció
día a día.
En las carreteras por donde se movían los troncos de animales,
donde las ruedas batían la tierra y los cascos de los caballos
la removían, la costra se rompió y se transformó
en polvo. Cualquier cosa que se moviera levantaba polvo en el aire;
un hombre caminando levantaba una fina capa que le llegaba a la cintura,
un carro hacía subir el polvo a la altura de las cercas y un
automóvil dejaba una nube hirviendo detrás de él.
El polvo tardaba mucho en volver a asentarse.
A mediados de junio llegaron grandes nubes procedentes de Texas y del
Golfo, nubes altas y pesadas, cargadas de lluvia. En los campos, los
hombres alzaron los ojos hacia las nubes, olfatearon el aire y levantaron
dedos húmedos para sentir la dirección del viento. Y los
caballos mostraron nerviosismo mientras hubo nubes en el cielo. Las
nubes de lluvia dejaron caer algunas gotas y se apresuraron en dirección
a otras tierras. Tras ellas el cielo volvió a ser pálido
y el sol llameó. En el polvo quedaron cráteres donde las
gotas de lluvia habían caído, y salpicaduras limpias en
el maíz, y nada más.
Un viento suave siguió a las nubes de lluvia, empujándolas
hacia el norte y chocando blandamente contra el maíz, que empezaba
a secarse. Pasó un día y el viento aumentó, constante,
sin ráfagas que lo interrumpieran. El polvo subió de los
caminos y se extendió: cayó sobre la maleza al lado de
los campos e invadió los campos mismos. Entonces el viento se
hizo fuerte y duro y se estrelló contra la costra que la lluvia
había formado en los maizales. Poco a poco el polvo se mezcló
y oscureció el cielo, y el viento palpó la tierra, soltó
el polvo y se lo llevó, al tiempo que crecía en intensidad.
La costra de la lluvia se quebró y el polvo se elevó sobre
los campos y formó en el aire penachos grises como humo perezoso.
El maíz trillaba el viento y hacía un ruido seco, impetuoso.
El polvo más fino ya no volvió a posarse en la tierra,
sino que desapareció en el oscuro cielo.
El viento creció, removió bajo las piedras, levantó
paja y hojas viejas, e incluso terrones pequeños, dejando una
estela mientras navegaba sobre los campos. El aire y el cielo se oscurecieron
y el sol brilló rojizo a través de ellos, y el aire se
volvió áspero y picante. Por la noche el viento corrió
más rápido sobre el campo, cayó con astucia entre
las raicillas del maíz y éste luchó con sus debilitadas
hojas hasta que el viento entrometido liberó las raíces
y, entonces, los tallos se ladearon cansinos hacia la tierra apuntando
en la dirección del viento.
Llegó la aurora, pero no el día. En el cielo gris apareció
un sol rojo, un débil círculo que daba poca luz, como
en el crepúsculo; y conforme avanzaba el día, el anochecer
se transformó en oscuridad y el viento silbó y lloriqueó
sobre el maíz caído.
Los hombres y las mujeres permanecieron acurrucados en sus casas y para
salir se tapaban la nariz con pañuelos y se protegían
los ojos con gafas. La noche que volvió era una noche negra,
porque las estrellas no pudieron atravesar el polvo para llegar abajo,
y las luces de las ventanas no alumbraban más allá de
los mismos patios. El polvo estaba ahora mezclado uniformemente con
el aire, formando una emulsión equilibrada. Las casas estaban
cerradas a cal y canto, y las puertas y ventanas encajadas con trapos,
pero el polvo que entró era tan fino que no se podía ver
en el aire, y se asentó como si fuera polen en sillas y mesas,
encima de los platos. La gente se lo sacudía de los hombros.
Pequeñas líneas de polvo eran visibles en los dinteles
de las puertas.
A media noche el viento pasó y dejó la tierra en silencio.
El aire lleno de polvo amortiguaba el sonido mejor que la niebla. La
gente, tumbada en la cama, oyó cómo el viento paraba.
Se despertaron cuando el impetuoso viento desapareció. Tumbados
en silencio escucharon intensamente la quietud. Luego cantaron los gallos,
un canto amortiguado, y las personas se removieron inquietas en sus
camas deseando que llegara la mañana. Sabían que el polvo
tardaría mucho tiempo en dejar el aire y asentarse. Por la mañana
el polvo colgó como una niebla y el sol era de un rojo intenso,
igual que sangre joven. Durante todo ese día y el día
siguiente el polvo se fue filtrando desde el cielo. Una manta uniforme
cubrió la tierra. Se asentó en el maíz, se apiló
encima de los postes de las cercas y sobre los alambres, se posó
en los tejados y cubrió la maleza y los árboles.
Las gentes salieron de sus casas y olfatearon el aire cálido y
picante y se cubrieron la nariz defendiéndose de esa atmósfera.
Los niños salieron de las casas, pero no corrieron ni gritaron
como hubieran hecho después de la lluvia. Los hombres, de pie
junto a las cercas, contemplaron el maíz echado a perder, muriendo
deprisa ahora, sólo un poco de verde visible tras la película
de polvo. Callaban y se movían apenas. Y las mujeres salieron
de las casas para ponerse junto a sus hombres, para sentir si esta vez
ellos se vendrían abajo. Observaron a hurtadillas sus semblantes,
sabiendo que no tenía importancia que el maíz se perdiera
siempre que otra cosa persistiese. Los niños se quedaron cerca,
dibujando en el polvo con los dedos de los pies desnudos, y pusieron
sus sentidos en acción para averiguar si los hombres y las mujeres
se vendrían abajo. Miraron furtivamente los rostros de los adultos,
y luego, con esmero, sus dedos dibujaron líneas en el polvo.
Los caballos se acercaron a los abrevaderos y agitaron el agua con los
belfos para apartar el polvo de la superficie. Pasado un rato, los rostros
atentos de los hombres perdieron la expresión de perplejidad
y se tornaron duros y airados, dispuestos a resistir. Entonces las mujeres
supieron que estaban seguras y que sus hombres no se derrumbarían.
Luego preguntaron: ¿Qué vamos a hacer? Y los hombres replicaron:
No sé. Pero estaban en buen camino. Las mujeres supieron que
la situación tenía arreglo, y los niños lo supieron
también. Unos y otros supieron en lo más hondo que no
había desgracia que no se pudiera soportar si los hombres estaban
enteros. Las mujeres entraron en las casas para comenzar a trabajar
y los niños empezaron a jugar, aunque cautelosos. A medida que
el día avanzaba, el sol fue perdiendo su color rojo. Resplandeció
sobre la tierra cubierta de polvo. Los hombres, sentados a la puerta
de sus casas, juguetearon con palitos y piedras pequeñas; permanecieron
inmóviles sentados, pensando y calculando.
Las uvas de la ira. John Steinbeck.
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