En estas tierras los vientos mudan levemente sus nombres. Muchos de
ellos contienen la palabra "wied", que significa movimiento.
El Bóreas se convierte en el Bora, un viento seco y frío
que viene del noreste y duerme en las montañas; el Austro cambia
más su dirección que su nombre para convertirse en el
Austru; el Kosava, que sopla desde el interior de Rusia y llega a Croacia
y Hungría; y el Vardarac del noroeste, también frío
y seco, que recuerda las heladas tierras del norte. Vientos fríos
que llegan a la orilla del Mediterráneo en busca del feliz sol,
hablan de las tierras que recorren y puede que allí tengan noticia
de su hermano más singular: el Siroco, el viento de los mil nombres.
En Marruecos es el Siroco, como en Italia, pero en Túnez se
le llama Chili, y Ghibli en Libia, donde se llama Al-qabul al viento
del este y del que ha derivado la palabra alquibla. En Egipto es el
Khamsin, porque creen que se agita durante cincuenta días seguidos.
Popularmente a este siroco, viento seco y caliente, se le llama Simmoom:
se ha formado en el Sahara en primavera cuando las bajas presiones se
mueven a lo largo de la cuenca mediterránea y al pasar por el
desierto el aire se ha calentado y ascendido para caer después,
casi verticalmente, golpeando las llanuras áridas y poniendo
toneladas de arena en el aire...
El pais de los leones dormidos.
La historia que voy a contar ocurrió en un país de África
occidental llamado «el país de los leones dormidos». Sucedió
en un pueblecito situado a una hora de camino en autobús desde la capital.
No tiene nombre, lo llaman «El Pueblo». Yo lo llamo «La
Nada», por lo vacío que está y por el viento que gira
cual trompo y levanta polvo a su paso. La Nada es redonda como una calabaza,
casi un círculo. En la mitad del pueblo, y rodeado por unas casitas
sin agua corriente ni luz, se levanta un inmenso árbol, un haya, con
numerosos troncos de una edad que impone. ¿Cuántos años
tendrá? Según Hach Baba, el jefe del pueblo, debe de tener unos
trescientos cincuenta y dos ¿Cómo los contará? Es muy
sencillo, cada tronco representa aproximadamente cincuenta años. Siete
por cincuenta igual a trescientos cincuenta. ¿Y los dos que faltan?
Son los que tiene una rama que crece inclinada hacia el suelo. Dice Hach Baba
que con el tiempo se convertirá en un tronco. Se necesitan tres hombres
y un niño agarrados de la mano para rodear el árbol. Un siglo
por cada uno.
La tierra es de color arena. Cuando llueve, cosa que ocurre rara vez,
se vuelve roja. Las paredes de las casas son de adobe, una masa de tierra
arcillosa moldeada con piedras y paja. Es mucho menos resistente que
la piedra o el hormigón. En esta aldea no hay piedras; hay pozos.
No hay carretera asfaltada, ni carteles de señalización.
Sólo unas pistas trazadas por los animales y los hombres. El
cielo suele estar blanco. Dicen que es porque está preparando
la lluvia. Pero la lluvia no cae. Debe de preparar otra cosa. Dicen
también que tras el velo blanco, el cielo oculta los sueños
de los niños y los recuerdos de los ancianos. De noche, se juntan
ambos. Cuando yo era pequeño, soñaba mucho. Me gustaba
más dormir y seguir soñando que levantarme y corretear,
persiguiendo a los perros hambrientos en medio del polvo. Mis sueños
eran de colores y con música. Veía luz en los árboles
y en las caras de los demás niños. Me inventaba historias,
mezclaba unas con otras y las entrelazaba con mi vida anodina. Las veía
escribirse en el cielo y yo no sabía leer.
—¿Qué ocurre con los recuerdos de la gente que ya
no está aquí? —pregunté un día a mi
abuelo.
—Están en el cielo, escondidos detrás de una inmensa
cortina blanca. Cuando están tristes, se convierten en lágrimas
y caen como gotas amargas. Se llama «la lluvia de los muertos».
Es muy beneficiosa para la tierra.
Dicen que el cielo es un libro donde las palabras son las estrellas,
y la Vía Láctea, un río por donde se deslizan las
músicas del mundo; y dicen también que es el cementerio
de los ángeles, de esos niños que la enfermedad se llevó
demasiado pronto. El cielo los llama para que vigilen a las estrellas
revoltosas que se escapan, fugaces, hacia otras galaxias. En mis sueños
solía ver a mi amigo Momo que había muerto, súbitamente,
tras unas fiebres muy altas. Sé que allí ahora está
bien aunque se aburre. Dicen también que el cielo es el mar del
mundo, el espejo de los océanos. Nunca vi un mar tan inmenso,
tan limpio y sin tempestades. Llegué incluso a imaginar que tenía
ojos el mar, y se asomaba por encima de mi cabeza, observándome.
Son tantas las cosas que dicen sobre el cielo que él se venga,
burlándose de los habitantes de este pueblo. ¿Cómo
se burla? Yéndose a vaciar sus nubes sobre la ciudad y olvidándose
de regar nuestros campos. Hace muecas a quienes esperan ansiosos su
clemencia. Es demasiado grande y no oye las plegarias de la gente. Yo,
a veces, me dirigía a él, le hablaba en voz baja como
si le estuviera contando un secreto. No me respondía. Y yo no
oía ninguna voz, aunque ya sé que el cielo no habla, y
que no le gustan los pobres.
«A nadie le gustan los pobres», me dijo un día el abuelo.
Lo pensó mucho antes de revelarme esa verdad. Me parece injusta
y cruel. ¿Qué significa ser pobre? No hace falta imaginarse
cosas extraordinarias. Basta con que se fijen en nosotros, en observar
nuestras caras, nuestros ojos sin luz, nuestros pies descalzos y la
tierra que cubre nuestras manos. Ser pobre en África no es nada
del otro mundo, no sorprende a nadie. Ya nos hemos acostumbrado a carecer
de todo y a no desesperarnos por ello. Ser pobre en nuestra aldea es
despertarse por las mañanas preguntándose si el día
pasará sin que los niños griten de hambre. Es leer en
los ojos de una madre el deseo de que llegue el sosiego cuando sube
la fiebre y se siente dolor. Es perder el gusto a la vida porque nos
ha olvidado. Como también nos han olvidado Dios y el cielo. Ser
pobre es no tener suerte o, mejor dicho, no tener nada, ni siquiera
unas habas secas para aguantar la sequía. Es no tener más
que las propias manos, los propios brazos y unos enormes ojos atentos
al horizonte.
La escuela vacía.Tahar Ben Jeloum.
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