Ministerio de Educación
Omú
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    Las islas del Pacífico son tan abundantes como generosas en prodigios y narraciones. Parece que las largas y difíciles exploraciones de este Océano y los relatos de las mismas han servido más para alimentar que para saciar la curiosidad, quizás por las fantásticas dimensiones de la extensión de agua más grande conocida, o por la multitud de archipiélagos varados entre sus olas y la variedad de sus gentes. El Pacífico genera aventuras y sueños tan vastos como él. Parece que entre sus aguas caben todas las felicidades y todas las fantasías, mil paraísos y tesoros. Melville, Stevenson, Mac Orlan, amaron este mar, sus vientos y sus prolongados silencios. ¡Qué triste el mundo sin estos barcos y estos marinos!

     

    Nos enfrentamos a un huracán

    El cielo tranquilo y azul del que disfrutamos después de las Marquesas, poco a poco cambiaba a medida que avanzábamos hacia el sur y nos acercábamos a Tahití. En esas aguas tranquilas en general, a veces el viento sopla con gran violencia, aunque como todos los marineros saben, un huracán aromado de especias en las latitudes tropicales del Pacífico es muy distinto de una tempestad en el rugiente Atlántico Norte. No tardamos en encontrarnos luchando con las olas, mientras los antes apacibles alisios soplaban fieros, como una mujer excitada, pero aún tibios en nuestra cara.

    A pesar de todo esto, el maestre navegaba a toda vela, y la valiente Julita se comportaba muy bien, aunque muy de tarde en tarde tocaba fondo en el seno de alguna ola algún bajo del mar, de inmediato volvía a alzarse sobre su quilla y demostraba sus buenas maneras. Todos los maderos viejos crujían, todos los palos se combaban, todos los cabos rozados se tensaban y, aun así, la nave seguía su curso como un caballo de carrera. Jermin, jockey del mar como era, a veces se plantaba en las cadenas de proa, donde las salpicaduras del mar le caían encima y gritaba:

    -¡Bien hecho, Julia, zambúllete, cariño! ¡Hurra!

    Una tarde hubo arriba un ruido extraño y potente, tras el cual los hombres salieron corriendo en todas direcciones. Era el mastelerillo del juanete mayor. ¡Crac! Se había partido justo por encima del tamborete y, sujeto aún por las jarcias, lo barría todo a cada balanceo, de lado a lado, con todos los aparejos que llevaba consigo. La verga colgaba como de un pelo, y con cada inclinación golpeaba contra los baos, a la vez que la vela se deshacía en tiras, y los cabos sueltos se arrollaban y azotaban el aire como látigos.

    -¡Fuera de allí!

    Y cayeron con estrépito los motones, como otros tantos tiros. La verga, tras un chasquido, se zambulló silbando en el mar, desapareció, y se volvió a disparar hacia fuera en toda su longitud. La cresta de una gran ola rompió entonces sobre ella, el barco pasó por encima, y ya no volvimos a ver aquel palo.

    Mientras soplaba esta ventolina, Baltimore, nuestro viejo cocinero negro, estaba sumamente atribulado.

    Como en la mayoría de los barcos de los Mares del Sur, en el Julia el «fogón» o cocina estaba instalado en el lado de babor del castillo de proa. Con la presión de las velas, y con aquella mar gruesa, la nave embarcaba al bajar la proa una y otra vez verdes olas cristalinas que, al romper por encima de los brazales, bañaban por completo esa parte del barco y la limpiaban hasta la popa. La «casa-fogón» —a la que se creía bien firme en su lugar— servía como rompeolas ante la inundación.

    En estas ocasiones, Baltimore siempre vestía lo que él llamaba su «traje de huracán», compuesto, entre otras cosas, de un sueste y un enorme par de botas de mar bien engrasadas, que le llegaban casi hasta la rodilla. Equipado de este modo, ya fuera para salvarse o ahogarse según el caso, nuestro gran sacerdote culinario se arrastró hasta su resbaladizo templo, y allí ofició sus ritos tiznados en secreto.

    Tanto miedo tenía el viejo de verse arrastrado por encima de la borda, que decidió atar un extremo de un cabo a su cinturón, enrollar el resto alrededor de la cintura, y usarlo si la situación lo exigía. Cuando tenía que salir, desenrollaba la cuerda, y aseguraba un extremo en el perno de un aro de cubierta; de ese modo, si un golpe de mar le hacía caer, no podría pasarle más que eso.

    Una noche, mientras Baltimore estaba cenando, el Julia se elevó sobre su popa, como un potro salvaje, y, cuando volvió a caer hacia delante, «cargó» una cantidad enorme de agua. Nada quedó en su sitio. Un lado de las batayolas de proa, podridas, cayó con estruendo, y derribó la cocina, la arrancó de sus fijaciones y, después de moverla de un lado a otro, la arrojó contra el molinete, donde quedó varada. Entonces el agua se precipitó por la cubierta como una marea, haciendo que rodaran sobre sí mismas cacerolas, sartenes y teteras, y también el viejo Baltimore, que iba saltando como una marsopa.

    La ola rompió contra el coronamiento, se deshizo, y se escurrió hacia ambos lados; el cocinero, medio ahogado, quedó bien arriba y seco sobre el escotillón de popa: su pipa apagada aún estaba entre sus labios, casi partida en dos.

    Los pocos hombres que había en cubierta saltaron a los obenques, como buenos marineros, y nada hicieron como no fuera reír a carcajadas ante aquella calamidad.

    Esa misma noche, el botalón de nuestro petifoque estalló como una caña, y en su caída arrastró a cubierta el pico de la cangreja.

    A la mañana siguiente, el viento se había calmado bastante y con él, la mar. Para el mediodía habíamos reparado los daños lo mejor que pudimos, y navegábamos tan tranquilamente como siempre.

    Pero no había arreglo para las batayolas deshechas, no teníamos nada para reemplazarlas, de modo que, cuando volvía a soplar el viento, nuestra valiente nave avanzaba con su proa destrozada rezumando agua, mientras con la popa hacía las mismas cabriolas de antes.

    Cuánto navegamos hacia el oeste después de zarpar de las Marquesas, o cuál fue nuestra latitud y longitud en algún momento en particular, o cuántas leguas recorrimos en nuestro derrotero hacia Tahití son cosas sobre las que, siento decirlo, no puedo ilustrar al lector con precisión. Jermin, por sus funciones de navegador, llevaba el cálculo y, como he señalado antes, lo guardaba para sí. Al mediodía, sacaba su cuadrante, un instrumento viejo y herrumbrado, tan extraño que bien podría haber pertenecido a un astrólogo.

    A veces, cuando estaba bastante perturbado por sus libaciones, se tambaleaba a través de la cubierta, con el instrumento aplicado al ojo, buscando el sol por todas partes, un elemento que cualquier observador sobrio podía ver justo encima de su cabeza. Cómo demonios conseguía, en algunas ocasiones, determinar la latitud es algo que no alcanzo a comprender. La longitud puede que la obtuviera por la regla de tres o por una revelación especial. No se podía decir que el cronómetro de la cámara no fuera de fiar, o que en algún sentido fuese inseguro; muy por el contrario, estaba bien fijo y por lo tanto, sin duda, la hora exacta de Greenwich -al menos cuando estábamos amarrados- se conocía al segundo.

    Sin embargo, además de su «navegación a estima», el maestre pretendía determinar su distancia meridiana respecto a las campanas de St. Mary-le-Bow con una observación lunar ocasional, que consiste -creo- en obtener con los instrumentos adecuados la distancia angular entre la luna y alguna estrella. En general, la operación exige que dos observadores hagan la medición al mismo tiempo.

    Pues bien, aunque el maestre, exclusivamente, podía estar bien preparado para ello, en la medida en que por lo común veía las cosas dobles, casi siempre era el doctor el llamado a desempeñar el papel de una especie de segundo cuadrante para Jermin, que hacía las veces de primero; con las jugarretas de ambos, solíamos tener una buena cantidad de diversión. Los intentos temblorosos del maestre para nivelar su instrumento con la estrella que estaba buscando eran bastante cómicos. Por mi parte, cuando de verdad conseguía enfocarla, no me era posible determinar cómo lograba separar esa imagen de la del huésped astral que se revolvía en su cerebro.

    Sin embargo, a tuertas o a derechas, el maestre nos conducía, y no pasó demasiado tiempo hasta el día en que un hombre, enviado a remendar un desgarro de la gavia de trinquete, echó su gorra al aire y vociferó:

    -¡Tierra, tierra!

    Y tierra se avistaba, pero Jermin era el único que sabía qué punto de los Mares del Sur era aquél, y muchos dudaban de que él mismo lo supiera. Pero apenas se acababa de hacer el anuncio, cuando el maestre se precipitó a la carrera hacia cubierta, en la mano el catalejo, que se echó al ojo y miró en redondo, con el aire de un hombre que recibe la confirmación de algo de lo que ya estaba seguro. La tierra era, precisamente, esa hacia la que navegábamos y, con viento, en menos de veinticuatro horas llegaríamos a Tahití. Lo que dijo se cumplió.

    La isla resultó ser una de las Pomotu o del Grupo Menor -a veces llamado Mas Coral-, quizá las más notables e interesantes del Pacífico, que están al este de Tahití, de la que la más cercana dista un día de navegación.

    Son muchas, en su mayoría pequeñas, bajas y llanas, algunas con bosques y todas cubiertas de verdor. Muchas tienen forma de medialuna y otras, figura de herradura. Estas últimas no son más que estrechos círculos de tierra que rodean una pequeña laguna, conectada al mar por una única salida. De algunas de ellas, que no tienen comunicación visible con el mar, se dice que la tienen submarina; la isla circundante, en esos casos, es una zona de perfecto color esmeralda. Otras lagunas, en cambio, están rodeadas por una cantidad de pequeños islotes verdes, muy cercanos el uno al otro.

    El origen de toda la agrupación en general se adjudica al coral. Según algunos naturalistas, esta maravillosa y pequeña criatura, que comienza su construcción en el fondo del mar, transcurridas varias centurias llega a la superficie, donde su trabajo se detiene. Allí, en los desniveles del coral se traban todos los cuerpos flotantes y, al cabo del tiempo, se forma una capa de tierra, en la que las semillas transportadas por los pájaros germinan y lo cubren todo de vegetación. Aquí y allá, en todo el archipiélago, se ve gran cantidad de formaciones de coral desnudas, aisladas, como recién emergidas del océano, por decirlo así. Se podría decir que se trata de islas en proceso de creación y, sea como sea, involuntariamente se saca esta conclusión al observarlas.

    Por lo que sé, hay muy pocos árboles del fruto del pan en todo el archipiélago de Pomotu. En muchos puntos, ni siquiera crecen los cocoteros, aunque en otros abundan. En consecuencia, algunas de estas islas están totalmente deshabitadas; en otras, vive una única familia, y en ninguna es muy numerosa la población. En algunos aspectos, los nativos se parecen a los tahitianos, y también su idioma es muy similar. Los pueblos de las agrupaciones del sureste -de los que sin embargo poco se sabe- tienen la mala fama de ser caníbales, y por esta razón su hospitalidad pocas veces es buscada por un marinero.

    Desde hace unos pocos años, se han establecido misioneros del grupo de Sociedad en las islas de sotavento, donde los nativos los han tratado bien. Así es como, nominalmente, muchas de esas gentes son hoy cristianas y, sin duda a causa de la influencia política de sus educadores, también hace poco tiempo que han prometido fidelidad a Pomarea, la reina de Tahití, una isla con la que siempre mantuvieron un intercambio considerable.

    Las Islas Coral reciben sobre todo la visita de los pescadores de perlas, que llegan en pequeñas goletas tripuladas por no más de cinco o seis hombres.

    Durante mucho tiempo el negocio estuvo acaparado por Merenhout, cónsul francés en Tahití aunque holandés de nacimiento, del que se dice que en un año envió a Francia perlas por valor de cincuenta mil dólares. Las ostras se encuentran en las lagunas y junto a los arrecifes, y por media docena de clavos al día, o incluso por una compensación menor, se contrata a los nativos para que buceen en su busca.

    También se obtiene una gran cantidad de aceite de coco en varios sitios. Algunas de las islas deshabitadas están cubiertas de bosques espesos, y en tierra se ven, en cantidades increíbles, los cocos no recogidos, que caen año tras año. Dos o tres hombres, provistos de lo necesario para extraer el aceite, al cabo de una semana o dos obtendrían lo bastante para cargar una de las grandes canoas marinas.

    El aceite de coco se produce hoy en distintos puntos de los Mares del Sur, y constituye una parte no desdeñable del tráfico de los barcos mercantes. Las Islas Sociedad de los Mares del Sur todos los años exportan una cantidad considerable a Sydney. El aceite se usa para las lámparas y en máquinas, pues es mucho más barato que el de ballena, y para ambos fines mucho mejor que el aceite de ballena puro. Se envasa en grandes cañas de bambú, de seis u ocho pies de longitud, que son una de las monedas corrientes de Tahití.

     

     

    Pero volvamos al barco. El viento fue perdiendo fuerza, y la noche cayó antes de que estuviésemos cerca de la isla, aunque la avistamos durante toda la tarde.

    Se veía pequeña y circular, con un único nivel llano, desprovista de árboles, y no parecía que se elevara ni a cuatro pies por encima del mar. Más allá había otra isla más grande, sobre la que un atardecer tropical dispensaba toda su gloria, con los cielos totalmente enrojecidos, convirtiéndola con sus llamaradas en un enorme mirador bañado en luz.

    Los alisios apenas si hinchaban nuestras desfallecientes velas, y daban languidez al aire los aromas de mil distintas plantas exóticas en flor. Tan pronto los olió, uno de los enfermos, que poco antes había mostrado síntomas de escorbuto, dejó oír un grito agónico y fue llevado abajo. Este efecto no es raro en tales ocasiones.

    Seguimos deslizándonos hasta llegar a una distancia de menos de un cable de la costa, dibujada por una línea de espuma que centelleaba en toda su extensión: dentro, al abrigo, la laguna azul y quieta. No se veía ni un ser viviente y, por lo que sabíamos, bien podíamos ser los primeros mortales que hubiesen llegado a ese sitio. La idea era estimulante para la imaginación, y no pude menos que soñar con las ilimitadas grutas y galerías, que tan lejos estaban de la iniciativa del marinero.

    ¡Cuántas formas extrañas habría allí, latentes! ¡Pensar en esas criaturas ondulantes, las sirenas; en cómo se perseguirían unas a otras entre las celdillas de coral, en cómo envolverían sus largos cabellos en las ramas del coral!

    Omú. Herman Melville.