Los Argonautas del pacífico Occidental
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    Mucho antes de que la expedición de Magallanes se adentrase en este mar, los habitantes de sus islas habían realizado ya viajes extraordinarios recorriendo miles de kilómetros. No poseían instrumentos de navegación, se basaban en un intenso conocimiento de cuanto les rodeaba: las corrientes, los vientos, las estrellas, el oleaje y también la forma y la disposición de las propias islas. Con frecuencia se tumbaban sobre el suelo de las embarcaciones, para poder sentir completamente en su cuerpo, la dirección de las corrientes, aprendían canciones en las que se relataba la posición de las constelaciones, o estudiaban los cambios que iban a producirse en el viento observando como se movían los juncos, las algas y otros habitantes de las aguas. Los empujaba al mar el deseo de comerciar, pero también el de conocer. En el fondo de todos los viajes, en todas partes, la misma inquietud empuja a los seres humanos: comprender, saber que hay más allá, aprender un poco más.

     

    Geografía mitológica

    Ahora, por fin, se pone de verdad en marcha la expedición kula. Las canoas comienzan por una etapa larga; delante tienen el brazo de mar de Pilolu que se extiende entre las Trobriand y las d'Entrecasteaux. Este trozo de mar está limitado, al norte, por el archipiélago de las Trobriand, es decir, por las islas de Vakuta, Boyowa y Kayleuía, que por el oeste se continúan por el diseminado cordón de las Lousangay. Al este, un largo arrecife sumergido se extiende desde el extremo sur de Vakuta hasta las Amphlett, constituyendo una inmensa barrera para la navegación, pero sin ofrecer mucha protección contra los vientos y la mar del Sur. En el sur, esta barrera se une a las. Amphlett, que junto con las costas septentrionales de Fergusson y Godenough componen la ribera sur de Pilolu. Al oeste, Pilolu se abre a las aguas comprendidas entre Nueva Guinea y el archipiélago de Bismarck. En realidad, lo que los indígenas designan con el nombre de Pilolu no es otra cosa que la enorme dársena de la Laguna de Lousangay, el mayor atolón de coral del mundo. Para los indígenas el nombre de Pilolu está repleto de connotaciones emotivas procedentes de la magia y los mitos; guarda también relación con las experiencias de las generaciones pasadas que narran los viejos alrededor de los fuegos de aldea y con las aventuras personalmente vividas.

    Conforme los audaces navegantes kula se lanzan con las velas llenas, pronto los bajos fondos de la Laguna de las Trobriand quedan atrás; las sucias aguas verdes, manchadas de marrón allí donde las algas crecen altas y espesas, y brillantes aquí y allá con puntos como de esmeralda donde un bajo fondo de arena resplandece a su través, son sustituidas por aguas más profundas de fuerte color verde. La aplastada cinta de tierra que rodea la Laguna de las Trobriand trazando una amplia curva se adelgaza y disuelve en la bruma, mientras que al frente se van levantando más y más altas las montañas del Sur. En un día claro son visibles incluso desde las Trobriand. Los netos perfiles de las Amphlett aparecen diminutos, aunque firmes y reales, sobre el fondo de las grandes montañas. Estas, como nubes lejanas adornadas con guirnaldas de cúmulos que casi siempre se enganchan a sus cimas. La más cercana, Koyatabu —la montaña del tabú—, en el extremo septentrional de la isla de Fergusson, una esbelta pirámide algo inclinada, constituye uno de los puntos de referencia más fascinantes que guía a los marinos derechos hacia el sur. A su derecha, mirando hacia el sudoeste, la enorme montaña de Kayabwaga —monte de los hechiceros— señala el extremo noroeste de la isla de Fergusson. Las montañas de la isla de Godenough sólo son visibles cuando los días son muy claros, y aun entonces muy débilmente.

    En un día o dos, estas formas descarnadas y neblinosas van a asumir lo que para los trobriandeses es una forma maravillosa y enorme. Van a rodear a los comerciantes kula con sus sólidas murallas de precipicios rocosos y junglas verdes surcadas de profundos barrancos y torrentes tumultuosos. Los trobriandeses navegarán por bahías profundas y sombrías, resonantes con las voces —para ellos desconocidas— de las cascadas; los gritos misteriosos e inquietantes de pájaros extraños que nunca visitan las Trobriand, como la risa del Kookooburra (martín pescador gigante) y la melancólica llamada del cuervo de los mares del Sur. Una vez más, el mar cambia de color, convirtiéndose en azul puro, y bajo sus agua transparentes se extiende un maravilloso mundo de corales multicolores, peces y algas, un mundo que por una extraña ironía geográfica los pobladores de las islas de coral escasamente pueden contemplar en sus lugares de residencia y han de trasladarse hasta esta región volcánica para poderlo descubrir.

    En estos parajes también encontrarán hermosas piedras compactas de diversos colores y formas, mientras que en su suelo la única piedra conocida es la insípida de coral blanco muerto. Aquí pueden ver, junto a los muchos tipos de granito y basalto y toba volcánica, especímenes de obsidiana negra con filos cortantes y sonido metálico, y tierras ricas en ocres amarillos y rojos. Junto a las grandes colinas de cenizas volcánicas, observarán los surtidores intermitentes de agua hirviendo. Los jóvenes trobriandeses han escuchado relatos de todas estas maravillas y han visto ejemplares traídos a su país, y no cabe la menor duda de que para ellos es una hermosa experiencia verlas por primera vez y que, posteriormente, aprovechan cualquier oportunidad que se les ofrece para volver a la Koya. Así pues, el paisaje que ahora tienen delante es una especie de tierra prometida, un país del que se habla en tono casi legendario.

    Y por supuesto, el escenario, en el límite de dos mundos distintos, es especialmente impresionante. Alejándome de las Trobriand en mi última expedición, a causa del mal tiempo, tuve que pasar dos días en un pequeño banco de arena cubierto por unos pocos pandanos, aproximadamente a mitad de camino entre las Trobriand y las Amphlett. Hacia el norte se extendía un mar oscuro, grandes nubes de tormentas colgaban sobre lo que yo reconocía como la gran isla plana de Boyowa, en las Trobriand. Al sur, contra un cielo más claro, las formas abruptas de las montañas, esparcidas por la mitad del horizonte. El escenario parecía saturado de relatos míticos y legendarios, de las extrañas aventuras, esperanzas y miedos de generaciones de navegantes indígenas. En este banco de arena habrían acampado muchas veces cuando se quedaran en calma o el mal tiempo los asustase. Porque allí, al oeste de las Amphlett, ven la gran bahía de Gabu, donde una vez toda la tripulación de una flotilla de canoas fue asesinada y devorada por los pobladores de aldeas desconocidas, cuando intentaban practicar el Kula con ellos. Y también se cuentan historias de canoas solitarias, separadas por la deriva de su flota y conducidas a la costa norte de la isla de Fergusson, donde toda la tripulación pereció a manos de los caníbales. También hay leyendas sobre indígenas inexpertos que, visitando las cercanías de Dayde'i y llegando a las aguas cristalinas de las grandes dársenas de piedra, se zambulleron para encontrar una muerte horrorosa en la piscina casi hirviente.

    Pero aunque los peligros de las costas distantes puedan desanimar la imaginación de los indígenas, los verdaderos peligros de la navegación son mucho más reales. El mar sobre el cual se mueven está lleno de arrecifes, salpicado de bancos de arena y rocas de coral a flor de agua. Y aunque, con buen tiempo, no sean tan peligrosos para las canoas como para las embarcaciones europeas, sin embargo no son completamente inofensivos. No obstante, lo que más obstaculiza la navegación indígena son las dificultades del manejo de las canoas. Como hemos dicho antes, no pueden navegar contra el viento y, por tanto, no pueden dar bordadas. Si el viento cambia, la canoa tiene también que cambiar de rumbo y volver por sus pasos. Ello es muy incómodo, pero no necesariamente peligroso. Sin embargo, si el viento cae y la canoa se encuentra en ese momento en medio de fuertes corrientes marinas que se desplazan a razón de tres o cinco nudos, o si sufre una avería y deriva perpendicularmente a su ruta, la situación se hace peligrosa. Hacia el oeste se extiende el mar abierto y, una vez allá lejos, la canoa no tendrá muchas posibilidades de regresar. Al este se extiende el arrecife, en el cual con mal tiempo puede destrozarse una canoa indígena. En mayo de 1918, una canoa de Dobu que regresaba con unos días de retraso sobre el resto de la flota, fue sorprendida por un fuerte viento del sudeste, tan fuerte que tuvo que abandonar su ruta y dirigirse hacia el noroeste a una de las islas Lousancay. Se la había dado por perdida cuando regresó aprovechando la oportunidad de un viento del noroeste. No obstante, habían tenido suerte con llegar a una pequeña isla. Si hubieran sido arrastrados más hacia el oeste, nunca hubieran encontrado tierra.

    Hay otros relatos de canoas perdidas, y es sorprendente que no haya mayor número de desgracias, teniendo en cuenta las condiciones en que navegan. Hay que navegar, por así decirlo, en línea recta. Una vez desviados de su ruta, surgen toda clase de peligros. No sólo eso, sino que tienen que navegar entre puntos determinados de la costa. Porque, y claro está esto se refiere a los viejos tiempos, si tienen que desembarcar en algún lugar que no pertenezca al distrito de una tribu amiga, los peligros con que se encontrarían son casi tan temibles como los arrecifes y los tiburones. Si los navegantes yerran las aldeas amigas de las Amphlett y Dobu, en cualquier otra parte encontrarán su exterminación. Incluso hoy en día, aunque el riesgo de muerte puede ser menor —aunque no absolutamente nulo—, no obstante, los indígenas se sienten muy incómodos ante la idea de arribar a un distrito extraño, no sólo por temor a la muerte violenta, sino incluso más por las magias maléficas.

    Los argonautas del Pacífico occidental. Bronislaw Malinowski.