Siempre quedan tesoros e islas por descubrir. En Chita, llamada como
la amante del capitán, isla supuestamente situada en las pequeñas
Antillas, está enterrado el tesoro del pirata Edward Lou, y a
ella se dirigen cantando los tripulantes del “Ángel del
norte” porque la imaginación de los humanos esta poblada
por miles de territorios que, aún sin estar en los mapas, son
reales para quienes cuentan las historias y para quienes las escuchan.
Se quedó con su cuchillo,
con su pipa y su sombrero.
Es el viento,
el viento marino que nos atormenta.
El viento marino
Eliazar dejó caer su pañuelo delante de Heresa, que lo recogió
para mostrar que la señal había sido vista. Krühl,
según su costumbre, marchaba a la cabeza haciendo molinetes con
su bastón.
Podrían ser las dos de la tarde. El calor sofocante pesaba sobre
las espaldas; el sudor corría por los rostros curtidos de 1os
aventureros.
Krühl quiso seguir el camino más corto para llegar a la orilla,
donde la canoa del "Ángel del Norte" debía conducirle
a bordo. Eliazar se volvió y vio que el capitán Heresa
acortaba su marcha. Dannolt y Conrado a sus lados habíanse parado
para seguir explicaciones que les daba.
Eliazar, con los ojos fijos en Krühl, cuya espalda doblada le excitaba,
abrió muy suavemente su cuchillo y se lo metío en el bolsillo
de la chaqueta, a fin de tenerlo preparado y a mano.
Volvió a mirar hacia atrás varias veces. Joaquín Heresa
y los dos marineros no se habían movido del sitio.
Unos árboles le ocultaron a la vista de Eliazar, que suspiró
entonces profundamente.
De repente se encontró solo, espantosamente solo ante el desenlace
de la monstruosa aventura cuyos detalles había él creado,
uno por uno.
Notaba claramente que no podía ya retroceder. En aquel momento
no le atormentaba la sed de riquezas. Sabíase capaz de matar,
pero en cierto modo sin gusto; su tarea le repugnaba y las perlas raras
contenidas en el cinturón de Krühl, el tesoro, éste
sí, verdadero, que había perseguido con tanta clarividencia
y tenacidad, no le inspiraba ya ningún deseo.
Tosió varias veces, tocó el mango de su cuchillo y la hoja
fría cuyo filo sintió.
Krühl, meditabundo, avanzaba rápido, preocupado, como de
costumbre.
Canturreaba, pues el reciente descubrimiento de Eliazar le daba otra
vez esperanzas y vivificaba su confianza desfalleciente.
- Ya sabe usted -dijo sin volverse- que me he encaprichado con la cubana.
La reconoceré algo sobre mi parte.
-¡Ah! -respondió Eliazar, cuya voz se ahogaba.
Krühl no habló más. Y su compañero, comprendiendo
que acababa de sonar en su pecho el segundo decisivo, se paró
un poco para respirar.
Sacó el cuchillo de su chaqueta. La hoja relucía al sol
como la barriga de un pez. Agarró bien el arma con su mano, se
acercó a Krühl y flaqueándole las rodillas, levantó
el brazo…
El holandés se volvió en aquel instante y vio el gesto
homicida, la cara espantosa de Eliazar, descompuesta por el miedo.
Sin comprender, miraba alternativamente al hombrecito y al cuchillo,
singularmente brillante, que Eliazar no podía soltar.
En un destello, la verdad le penetró como una herida profunda.
- ¡Cochino! ¡Bandido! ¡Cochino! -rugió. Y se arrojó
sobre Samuel, a quien hizo rodar sobre la hierba retorciéndole un brazo.
La mano del miserable se abrió y la navaja cayó pesadamente
como un fruto maduro.
- ¡Ah, cochino! -aullaba Krühl-. ¡Cochino!
Había cogido a Eliazar por la garganta y le estrangulaba suavemente.
El individuo jadeaba metiendo la barbilla, intentando morder los dedos
poderosos que le obligaban a morir.
-¿Querías mi dinero? ¡Y sabías dónde
estaba escondido el tesoro de este imbécil de Krühl!
Se llevó una mano a la cadera y palpó su cinturón
por encima de su camisa de franela.
De un salto se puso de pie, soltando a Eliazar. Súbitamente su
cara tomó una expresión de contrariedad bastante cómica.
Registró su camisa, desabrochó su cinturón y lo
extendió sobre la hierba. Estaba vacío.
-¡Dios de Dios! -repetía Krühl contemplando el cinturón
colocado sobre las piedras como una culebra aplastada.
Aniquilado por la revelación brutal del desastre, miraba fijamente
a Eliazar con ojos atontados.
Este último habíase puesto de pie y le contemplaba fríamente.
Una sonrisa burlona entreabría sus labios:
- Nos la han dado -dijo simplemente.
-¡Dios mío! -bramó Krühl-. Es la cubana. ¡Es
Chita la que me ha robado! ¡Es ella la que me ha robado! ¡Corramos,
corramos!
Con los codos pegados al cuerpo corrieron a través de la selva.
Las ramas les azotaban la cara, las piedras rodaban bajo sus pies.
Cruzaron entre las altas hierbas y subieron la colina de la caverna.
-¡Llame usted a Heresa! -gritaba Krühl-. Llámele, Eliazar…
Ya ve usted… que yo no… puedo más.
Se detuvo junto a un árbol y se apretó sus costados a manos
llenas para calmar el dolor agudo que le penetraba.
-¡Heresa! ¡Eh! ¡Heresa!
Siguieron su carrera hacia la playa, hacia el mar. La sangre latía
en sus sienes. Un ruido de galope a su espalda les hizo volver la cabeza.
Vieron a Oliine con sus ropas de payaso. Se detuvo en cuanto vio que
lo miraban.
Eliazar cogió una piedra.
- Déjele, deje a ese imbécil. ¡Corramos!…
Siguieron su carrera, saltaron por encima del cadáver hinchado
del negro. En una rápida ojeada, Eliazar vio unos labios enormes,
tumefactos, obscenos, dejando al descubierto unos dientes de fiera.
-¡Corramos, corramos! -repetía Krühl con voz llorosa
de angustia.
-¡Aquí está el camino! -exclamó Eliazar-.
Sigamos por la izquierda, siempre en línea recta… Ahí,
ahí está, ¡la costa!…
-¡El mar! -aulló Krühl.
Llegaron, jadeantes, al borde del acantilado que dominaba la playa.
El mar se extendía a sus pies tranquilo e infinito.
A una milla de la costa el "Ángel del Norte", con todo
su velamen desplegado, se alejaba mar adentro.
-¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Se han marchado
con la canoa! -gimió Krühl cayendo de rodillas y arrancándose
los cabellos.
Samuel Eliazar, de pie, con la boca crispada en una sonrisa rígida,
miraba alejarse el barco, preciosamente detallado sobre el azul delicado
de un cielo límpido. Podíase distinguir a popa la ridícula
silueta del capitán Heresa, indolentemente apoyado sobre el hombro
de Chita, cuya falda roja llameaba. En la punta del palo mayor ondeaba
el pabellón negro.
- Escuche usted -dijo Eliazar.
Krühl aguzó el oído.
Llevada por el viento, la voz aguda de Bebé el Resalado llegaba
hasta ellos. Cantaba la vieja canción de la costa:
La buena Santa Ana ha dicho hace viento…
Y toda la tripulación del "Ángel del Norte" repetía
a coro el estribillo:
…El viento marino que nos atormenta.
El canto de la tripulación. Pierre Mac Orlan.
|