Entre los Balcanes y los Cárpatos discurre hacia su fin en el
Mar Negro el Danubio, esa espina dorsal de Europa que nos enseña
lo importantes que son las aguas para comprender la tierra. Nacido en
el norte, en plena Selva Negra, es el espejo en el que se mira toda
la Europa central. Como el mar del Norte, como el Báltico o el
Mediterráneo, es un camino de agua largamente usado por los hombres.
Necesitó milenios para abrirse paso entre las montañas,
para que sus orillas fueran gestando los valles, las llanuras y abriendo
el cauce a sus impetuosos afluentes.
Transilvania es una de esas regiones. Los habitantes magiares de estas
tierras las llamaron en su lengua “erdely”, que quiere decir
el país de los bosques. Antigua patria de los dacios, habitada
por múltiples pueblos que se han mezclado sin fusionarse: valacos,
húngaros, tzaganes, moldavos, protagonistas de historias y leyendas.
Werst
El pueblecillo de Werst tiene tan poca importancia, que no figura en la mayor
parte de los mapas. En el orden administrativo es aún de inferior categoría
que su vecino, llamado Vulcano, nombre de la porción de la vertiente
del Plesa sobre el cual ambos se encuentran pintorescamente situados.
En los momentos actuales, la explotación de la cuenca minera ha
impreso gran movimiento comercial a las poblaciones de Petroseny, Livadzel
y otras, distantes algunas millas; en cambio ni Vulcano ni Werst han
obtenido ventaja alguna, no obstante su proximidad al centro industrial.
Estas aldeas son aún lo que eran hace cincuenta años,
y es de suponer que dentro de otro medio siglo continuarán en
el mismo estado.
Según Eliseo Reclús, más de una mitad de la población
de Vulcano se compone de empleados encargados de vigilar la frontera,
carabineros, gendarmes, inspectores del fisco y enfermeros del lazareto.
Suprimid los gendarmes y los inspectores del fisco, añadid una
proporción un poco mayor de agricultores, y tendréis la
población de Werst, o sea algunos cientos de habitantes.
Puede decirse que el tal pueblecillo está formado por sólo
una larga calle, cuyas bruscas pendientes hacen la subida y la bajada
muy penosas a lo largo de la garganta de Vulcano. Sirve de camino natural
entre la frontera valaca y la transilvánica. Por allí
pasan los rebaños de bueyes, de carneros y cerdos, los carniceros,
los vendedores de frutas y granos y algunos viajeros, muy pocos, que
se aventuran por el desfiladero, en vez de tomar los ferrocarriles de
Kolosvar y del valle del Maros.
En verdad que la Naturaleza ha dotado generosamente la cuenca que se abre
entre los montes de Brihar, Retyezat y Paring; no tan sólo es
rica por la fertilidad de su suelo, sino también por la riqueza
que encierra en sus entrañas: hay minas de sal gema en Thorda,
con un rendimiento anual de más de veinte mil toneladas; el monte
Parajd, cuya cúspide mide siete kilómetros de circunferencia,
está únicamente formado de cloruro de sodio; las minas
de Torotzko producen plomo, galena, mercurio y sobre todo hierro, cuyos
yacimientos están en explotación desde el siglo X; las
minas de Vayda Hunyad dan un mineral que, transformado en acero, resulta
de superior calidad; hay también minas de hulla fácilmente
explotables bajo las primeras capas de estos valles lacustres en el
distrito de Hatzeg, en Livadzel y Potroseny, vasto recinto cuyo contenido
se ha estimado en doscientos cincuenta millones de toneladas; y, en
fin, minas de oro en Offenbanya, en Topanfalva, la región de
los trabajadores que se dedican a limpiar las arenas auríferas
de los ríos, y en donde miríadas de molinos, sencillamente
dispuestos, trabajan las arenas del Veres-Patak, el Pactalo transilvánico,
y que exportan cada año valor de dos millones de francos del
precioso metal.
Parecía que una región tan favorecida por la naturaleza
había de aprovechar aquella riqueza en favor de sus habitantes.
Sin embargo, no es así. Si bien los centros más importantes
como Torotzko, Petroseny y Lonyai poseen algunas instalaciones industriales
a la moderna, si bien allí se ven edificaciones regulares - sometidas
a la uniformidad de la escuadra y la plomada, depósitos, almacenes,
verdaderas poblaciones obreras -, si están dotadas de cierto
número de casas con ventanas y balcones, no se encuentra eso
ni en la aldea de Werst ni en la de Vulcano.
Unas sesenta casas irregularmente edificadas sobre la única calle,
cubiertas de un caprichoso tejado que sobresale por los muros de arena,
con fachada hacia el jardín; un granero con ventana por cada
habitación, con una ruinosa granja al lado; un establo cubierto
de paja; aquí y allá algún pozo con polea, de la
que pende una cuerda, dos o tres charcas que se desbordan con las tormentas,
arroyuelos de cursos tortuosos. Tal es la aldea de Werst, emplazada
sobre ambos lados de la calle entre los, oblicuos taludes del desfiladero.
A pesar de esto, es fresca y tiene atractivos: hay flores en puertas
y ventanas, tapias de verdura que cubren los muros, hierbas revueltas
que se mezclan con las espigas de color de oro viejo y con las ramas
de los olmos, álamos, hayas, abetos y arces que sobresalen por
una de las casas, «tan altos como pueden subir». Al otro
lado, las escalonadas estribaciones de la cordillera, y allá
en lontananza, las cimas de los montes que se confunden con el azul
del cielo.
En Werst, como en toda aquella región de Transilvania, no se habla
el alemán ni el húngaro, sino el rumano; hasta en las
mismas familias tsiganes establecidas, más bien que acampadas
en las diversas aldeas del distrito. Estos extranjeros toman la lengua
del país, como toman la religión. Los de Werst forman
una especie de pequeña tribu bajo el miedo del vaivoda, con sus
caravanas, sus barakas de puntiagudo tejado, sus legiones de niños,
siendo bien diferentes por sus costumbres y regularidad de hábitos,
a las de sus congéneres que andan errantes por Europa. Observan
en sus ceremonias el rito griego, amoldándose a la religión
de los cristianos entre los que viven. La autoridad religiosa de Werst
está en manos de un pope que reside en Vulcano y ejerce sus funciones
en ambas aldeas, separadas solamente por media milla.
La civilización es como el aire y como el agua: allí donde
encuentra un resquicio, por pequeño que sea, allí penetra,
y modifica las condiciones de un país. Hay que reconocer que
este resquicio no se ha presentado aún en la región meridional
de los Cárpatos. De Vulcano ha dicho Eliseo Reclús «que
es el último lugar de la civilización en el valle del
Sil valaco». No hay, pues, que asombrarse de que Werst sea una
de las más atrasadas aldeas del distrito de Kolosvar. ¿Y
cómo puede ser otra cosa en lugares como los antedichos, donde
se nace, se crece y se muere sin haber salido de ellos? Ocurrirá
preguntar ahora: ¿No hay un maestro de escuela? ¿No hay
un juez en Werst?
Indudablemente; pero el dómine Hermod sólo puede enseñar
lo que sabe, que es bien poco; apenas leer, escribir y contar. La instrucción
no pasa de aquí. En ciencias, en historia, en geografía
y en literatura, no conoce otra cosa que los cantos populares y las
leyendas del país; su memoria es escasa. Su fuerte es todo aquello
que tiene sabor fantástico, de lo que sacan gran provecho los
pocos escolares de la aldea.
En cuanto al juez, conviene explicar la razón de tal título
del primer magistrado de Verst. El biró Sr. Koltz era un hombrecillo
como de unos cincuenta y cinco a sesenta años, de origen rumano,
de cabellos raros y encanecidos, bigote aún negro y ojos de más
dulzura que viveza; de fuerte complexión, como buen montañés;
cubre su cabeza con la magnífica gorra de fieltro y sujeta su
vientre con un cinturón de historiada hebilla; su chaqueta sin
mangas y el pantalón corto y bombacho, metido en altas botas
de cuero. Más bien alcalde que juez, por más que sus funciones
le obligasen a intervenir en las múltiples contiendas entre vecinos,
se ocupaba principalmente de administrar su aldea con poder discrecional,
y no gratis en verdad. En efecto: todas las transacciones, compras o
ventas estaban gravadas con un impuesto a su favor, sin hablar del derecho
de peaje que extranjeros, turistas o traficantes se apresuraban a entregarle.
Tan lucrativo cargo había proporcionado al Sr. Koitz cierta holgura.
Si la mayoría de los aldeanos del distrito son roídos
por la usura, que no tardará en hacer a los judíos prestamistas
verdaderos propietarios del suelo, el biró había sabido
escapar a su rapacidad. Sus bienes estaban libres de hipotecas o «intabulaciones»
según se dice en la comarca. A nadie debía nada. Hubiese
más bien prestado que tomado a préstamo, y lo hubiera
hecho no sin despellejar a la pobre gente. Poseía muchos prados
con buenos pastos para sus rebaños; campos bien cultivados, aunque
hostil siempre a los adelantos; viñas que halagaban su vanidad,
al pasearse por entre las hermosas cepas cargadas de racimos, y cuya
cosecha vendía siempre con gran provecho, prescindiendo de la
parte que se reservaba para su consumo particular.
No hay que decir que la casa de Koltz era la más hermosa del pueblo.
Estaba situada esquina al terraplén de la calle antes dicha.
Una casa de piedra con su fachada al jardín, su puerta entre
la tercera y la cuarta ventana, con sus festones de verdura que orlan
el alero con su cabelludo ramaje dos grandes hayas de alta y florida
copa. Detrás, un hermoso vergel en el que se ven plantaciones
de legumbres, formando cuadros, y filas de árboles frutales alineados
sobre el talud. En el interior de la casa hay bonitas y limpias habitaciones
para comer y dormir, con sus muebles pintarrajeados, mesas, camas, bancos,
escabeles y aparadores llenos de brillante vajilla. De las vigas del
techo penden lámparas adornadas de cintas y telas de vivos colores.
Se ven también pesados cofres, forrados y claveteados, que sirven
de mesas y de armarios. En las blancas paredes hay retratos, iluminados
con color rabioso, de patriotas rumanos, entre otros el del popular
héroe del siglo XV, el vaivoda Vayda-Hunyad.
He aquí una encantadora mansión, muy grande para un hombre
solo. Pero es que el amo Koltz no estaba solo. Viudo hacía diez
años, tenía una hija, la bella Miriota, muy admirada de
Werst a Vulcano, y aún más allá. Hubiese podido
llevar por nombre uno de esos extraños que se usan en Valaquia,
tales como Florica, Daiva, Dauricia; pero no; se llamaba Miriota, es
decir, «corderita». La corderita había crecido y
era al presente una hermosa joven de veinte años, rubia, con
ojos garzos de dulce mirada, encantadoras facciones y de formas esculturales,
y su hermosura resaltaba más aún vestida con su camiseta
bordada de hilo rojo en el coleto, en los puños y en los hombros,
su falda sujeta con un cinturón de hebillas de plata, su «catrinza»,
doble delantal de rayas azules y rojas, anudado a la cintura, sus botitas
de cuero color de avellana, y con el ligero pañuelo a la cabeza,
dejando al viento sus largas trenzas, adornadas con una cinta o una
monedita.
Sí, Miriota era una hermosa joven, y rica por añadidura,
en aquel pueblecillo perdido en el fondo de los Cárpatos. ¿Mujer
de su casa? Sin duda dirige admirablemente la casa de su padre. ¿Instruida?
¡Bah!... Educada en la escuela del maestro Hermond, sabía
leer, escribir y contar con corrección; pero no ha pasado de
ahí, ni hace falta. En cambio, nada nuevo podía aprender
en lo referente a las fantásticas leyendas del país. Sabía
de esto tanto como su maestro. Sabía la leyenda de Leany-Kö
«el peñasco de la Virgen», donde una joven princesa
escapa a las persecuciones de los tártaros; la leyenda de la
gruta del dragón, en la hondonada de la Cuesta del Rey; la de
la Fortaleza de Deva, construida en los tiempos de las hadas; la leyenda
de la Detunata, la herida del rayo, célebre montaña basáltica,
semejante a un gigantesco violín de piedra y cuyo instrumento
toca el diablo en las noches de tormenta; la leyenda del Retyezat, con
su cima arrasada por un sortilegio; y la del desfiladero de Thorda,
abierto de una estocada de San Ladislao. Confesaremos que Miriota rendía
entera fe a semejantes fábulas, sin dejar de ser por esto una
encantadora joven; y tal les parecía a muchos mozos del país,
y esto sin tener en cuenta que era la única heredera del biró
Koltz, primera autoridad de Werst. Pero era inútil cortejarla:
¿acaso no era ya la prometida de Nicolás Deck?
Era Nicolás Deck, o, por mejor decir, Nic Deck, un bizarro tipo
rumano. Veinticinco años, buena estatura, complexión vigorosa,
alta la cabeza, cabello negro que cubre el kolpak blanco, franca mirada,
actitud resuelta bajo su traje de piel de cordero, bordado en las costuras
y bien ajustado a sus piernas finas, verdaderas piernas de ciervo, y
de airoso continente. Era guardabosque de un distrito, es decir, casi
tan militar como civil. Como quiera que poseía alguna labor en
las cercanías de Werst, el padre de Miriota miraba al mozo con
buenos ojos; y como el joven era apuesto y amable, tampoco desagradaba
a Miriota, por quien él sentía verdadero amor. Nadie debía,
pues, pensar ni en mirarla siquiera.
El matrimonio de Nic Deck y de Miriota Koltz debía celebrarse a
los quince días del momento en que comienza esta historia. Con
este motivo habría fiesta en la aldea; el señor Koltz
haría convenientemente las cosas: no era avaro; y si bien le
gustaba ganar dinero, no rehusaba gastarlo cuando llegaba la ocasión.
Terminada la ceremonia, Nic Deck elegiría domicilio cerca del
biró, y cuando Miriota le tuviera a su lado, quizás se
curaría del miedo que ahora sentía sólo al simple
ruido de una puerta o al chasquido de un mueble durante las largas noches
del invierno, creyendo a cada momento que iba a aparecer alguno de los
fantasmas héroes de sus leyendas favoritas.
Para completar la lista de los «notables» de Werst conviene
citar dos más, y no de los menos importantes: el maestro y el
médico.
El maestro Hermod era un hombre grueso, con anteojos, de cincuenta y cinco
años de edad, y fumador infatigable en pipa de porcelana, cuyo
tubo pendía siempre de sus dientes. Poco y desgreñado
pelo sobre su cráneo aplastado, cara seca, con un hoyuelo en
la mejilla izquierda. Su gran tarea era cortar las plumas de ave de
que se habían de servir sus discípulos, con prohibición
expresa de usar las de acero. Había que verle cortándolas
con su navajita bien afilada ¡Con qué precisión
daba el golpe final que remataba su obra, guiñando un ojo al
mismo tiempo! Ponía exquisito cuidado, antes que en nada, en
que sus discípulos tuviesen buena letra... Esto era lo principal.
La instrucción venía después...; y ya se sabe todo
lo que enseñaba el buen dómine a las futuras generaciones
que se sentaban en los bancos de su escuela.
Hablemos ahora del médico Patak... ¿Cómo había
un médico en Werst, en aquel pueblo en que solamente se creía
en las cosas sobrenaturales? Hay que explicar antes, como lo hicimos
al hablar del juez Koltz, lo que había sobre el título
de médico de Patak. Era éste un hombrecillo de saliente
abdomen, grueso, bajo y de cuarenta y cinco años; ejercía
la medicina corriente en Werst y en sus cercanías. Con su imperturbable
aplomo y su facundia atronadora inspiraba no menos confianza que el
pastor Frik, lo que no era poco. Cobraba consultas y drogas, inofensivas
éstas, que no empeoraban los males de sus clientes; males que
se hubieran curado solos. La salud es buena en aquella parte de la montaña:
el aire que se respiraba es puro; las enfermedades epidémicas,
desconocidas, y si la gente se muere, es porque nadie se libra de esta
dura ley, ni aun en aquel privilegiado rincón. En cuanto a Patak,
se le llamaba doctor, pero no tenía instrucción ninguna,
ni en medicina, ni en farmacia, ni en nada. Era sencillamente un antiguo
enfermero del lazareto, cuya obligación consistía en vigilar
a los viajeros detenidos en la frontera para obtener la patente de sanidad.
Esto bastaba, al parecer, a la sencilla población de Werst. Hay
que añadir -y esto no debe sorprender- que el doctor Patak era
un «espíritu fuerte», como convenía a su profesión,
y que, por lo tanto, no admitía las supersticiones que por allí
corrían, ni tampoco las que se referían al castillo. Tomaba
esto a broma y a risa; y cuando oía decir que nadie se había
aventurado, desde tiempo inmemorial, a acercarse al castillo, decía:
- No habrá quien me desafíe a hacer una visita a ese caserón.
Y como nadie le desafiaba, ni pensaba en ello, el doctor Patak no llegó
a ir; y como la credulidad seguía en aumento, el castillo continuaba
siempre envuelto en impenetrable misterio.
El castillo de los Cárpatos. Julio Verne.
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