La entereza frente a la adversidad, la capacidad de ofrecer la cara
al viento y avanzar. Así es como los hombres han escrito la historia;
así, movidos por la necesidad, han poblado tierras difíciles
y han sentido la extremada potencia de la naturaleza, su fuerza extraordinaria,
pero también han recibido el regalo de su belleza, su dulzura
y sus dones. Los ríos del norte acunan aguas de nieve, bravas
y generosas en peces y en metales. El crecimiento de la población
y los avances tecnológicos del siglo XIX generaron en muchos
lugares la búsqueda de materias primas y también de metales
preciosos, lo que se conoció como la fiebre del oro. Entre las
regiones que atraían a los colonos se encuentran las tierras
de Alaska, propiedad de los rusos, que los EEUU compraron en 1867 por
7,2 millones de dólares estadounidenses.
Los buscadores de oro
«Donde las luces del Norte bajan por la noche
para bailar sobre la nieve deshabitada.»
-Iván, te prohíbo que sigas adelante con esta empresa. Ni
una palabra de esto o estamos perdidos. Si se enteran los americanos o los
ingleses de que tenemos oro en estas montañas, nos arruinarán.
Nos invadirán a miles y nos acorralarán contra la pared hasta
la muerte.
Así hablaba el viejo gobernador ruso de Sitka, Baranov, en 1804 a
uno de sus cazadores eslavos que acababa de sacar de su bolsillo un puñado
de pepitas de oro. Baranov, comerciante de pieles y autócrata, comprendía
demasiado bien y temía la llegada de los recios e indomables buscadores
de oro de estirpe anglosajona. Por tanto, se calló la noticia, igual
que los gobernadores que le sucedieron, de manera que cuando los Estados Unidos
compraron Alaska en 1867, la compraron por sus pieles y pescado, sin pensar
en los tesoros que ocultaba.
Sin embargo, en cuanto Alaska se convirtió en tierra americana, miles
de nuestros aventureros partieron hacia el norte. Fueron los hombres de los
«días dorados», los hombres de California, Fraser, Cassiar
y Cariboo. Con la misteriosa e infinita fe de los buscadores de oro, creían
que la veta de oro que corría a través de América desde
el cabo de Hornos hasta California no terminaba en la Columbia Británica.
Estaban convencidos de que se prolongaba más al norte, y el grito era
de «más al norte». No perdieron el tiempo y, a principios
de los setenta, dejando Treadwell y la bahía de Silver Bow, para que
la descubrieran los que llegaron después, se precipitaron hacia la
desconocida blancura. Avanzaban con dificultad hacia el norte, siempre hacia
el norte, hasta que sus picos resonaron en las playas heladas del océano
Ártico y temblaron al lado de las hogueras de Nome, hechas en la arena
con madera de deriva.
Pero, para que se pueda comprender en toda su extensión esta colosal
aventura, debe destacarse primero la novedad y el aislamiento de Alaska. El
interior de Alaska y el territorio contiguo de Canadá eran una inmensa
soledad. Sus cientos de miles de millas cuadradas eran tan oscuras e inexploradas
como el África negra. En 1847, cuando los primeros agentes de la compañía
de la Bahía de Hudson llegaron de las Montañas Rocosas por el
río Mackenzie para cazar ilegalmente en la reserva del Oso Ruso, se
creía que el Yukón corría hacia el norte y desembocaba
en el Ártico. Cientos de millas más abajo se encontraban los
puestos más avanzados de los comerciantes rusos. Estos tampoco sabían
dónde nacía el Yukón, y fue mucho más tarde cuando
rusos y sajones descubrieron que ocupaban el mismo gran río. Poco más
de diez años más tarde, Frederick Whymper subió por el
Gran Bend hasta Fuerte Yukón, debajo del Círculo Ártico.
Los comerciantes ingleses transportaban sus mercancías de fuerte
en fuerte, desde la factoría York, en la bahía de Hudson,
hasta Fuerte Yukón, en Alaska -un viaje entero exigía
entre un año y año y medio-. Uno de los desertores fue
en 1867, al escapar por el Yukón y alcanzar el mar de Bering,
el primer hombre blanco que cruzó el pasaje del noroeste por
tierra, desde el Atlántico hasta el Pacífico. Fue por
entonces cuando se publicó la primera descripción acertada
de buena parte del Yukón, efectuada por el doctor W. H. Ball,
de la Smithsonian Institution. Pero nunca vio su nacimiento ni pudo
apreciar la maravilla de aquella autopista natural.
No hay en el mundo río más extraordinario que éste.
Nace en el lago Crater, a treinta millas del océano, y fluye a lo largo
de 2.500 millas por el corazón del continente, para vaciarse en el
mar. Un porteo de treinta millas y, luego, una autopista que mide una décima
parte del perímetro terrestre.
En 1869, Frederick Whymper, miembro de la Royal Geographical Society, confirmó
los rumores de que los indios chilcat hacían breves portes a
través de la cadena de montañas costeras, desde el mar
hasta el Yukón. Pero fue un buscador de oro que se dirigía
al norte, siempre al norte, el primer hombre blanco que cruzó
el terrible paso de Chilcoot y pisó la cabeza del Yukón.
Ocurrió hace poco tiempo, pero el hombre se ha convertido en
un pequeño héroe legendario. Se llamaba Holt, y la fecha
de su hazaña se pierde ya en la bruma de la duda. 1872, 1874
y 1878 son algunas de las fechas indicadas, confusión que no
se aclarará con el tiempo.
Holt penetró hasta Hootalinqua y, en su vuelta a la costa, informó
acerca de la existencia de oro bruto. El aventurero siguiente del que
se tiene noticia es Edward Bean, que encabezó una cuadrilla de
veinticinco mineros desde Sitka hasta la tierra desconocida en 1880.
Y en ese mismo año, otras cuadrillas (ahora olvidadas, pues,
¿quién recuerda ya los viajes de los buscadores de oro?)
cruzaron el paso, construyeron barcazas con los troncos de los árboles
y navegaron por el Yukón e incluso más al norte.
Y luego, durante un cuarto de siglo, los héroes desconocidos y
sin elogiar lucharon contra el frío y buscaron a tientas el oro
que intuían entre las sombras del polo. En su lucha contra las
fuerzas terribles y despiadadas de la naturaleza volvieron a los tiempos
primitivos, se vistieron con las pieles de animales salvajes y se calzaron
con botas de morsa y con mocasines de piel de alce. Se olvidaron del
mundo y sus costumbres, igual que el mundo se olvidó de ellos.
Se alimentaban de caza cuando la encontraban, comían hasta hartarse
en tiempos de abundancia y pasaban hambre en tiempos de escasez, en
su incesante búsqueda del tesoro amarillo. Cruzaron la tierra
en todas las direcciones. Atravesaron, innumerables ríos desconocidos
en precarias canoas de corteza, y con raquetas de nieve y perros abrieron
caminos por miles de millas de silencio blanco, donde jamás había
pisado el hombre. Avanzaron a duras penas, bajo la aurora boreal o el
sol de medianoche, con temperaturas que oscilaban entre los veinticinco
grados sobre cero y cuarenta bajo cero, viviendo, en el severo humor
de la tierra, de «huellas de conejo y tripas de salmón».
Hoy día, un hombre puede desviarse de la ruta durante cien días
y, cuando se felicita de pisar por fin tierra virgen, se encontrará
con alguna cabaña vieja y derrumbada, y olvidará su desencanto
al admirar al hombre que puso los troncos. No obstante, si uno se desvía
de la ruta la distancia suficiente y toma senderos suficientemente tortuosos,
puede dar por casualidad con unos cuantos miles de millas cuadradas
para él solo. Por otra parte, por mucho que se desvíe
por senderos tortuosos, siempre queda la posibilidad de tropezar no
sólo con una cabaña abandonada, sino con una habitada.
No hay mejor ejemplo de esto y de la vastedad de la tierra que el caso
de Harry Maxwell. Marinero experto, natural de New Bedford, Massachusetts,
encalló su barco, el velero Fannie E. Lee, en el hielo ártico.
Pasó de un ballenero a otro y terminó en Point Barrow
en el verano de 1880. Se hallaba al norte de la región septentrional
y, desde esta ventajosa posición, decidió partir hacia
el sur por el interior en busca de oro. Al otro lado de las montañas
de Fuerte Macpherson y a unos centenares de millas al oeste del Mackenzie,
levantó una cabaña y estableció su cuartel general.
Y aquí, durante nueve años ininterrumpidos, se buscó
la vida y prosperó. Recorrió las tierras que van desde
los hielos permanentes del norte hasta el gran lago Slave. Aquí
conoció a Warburton Pike, escritor y explorador, uno de los pocos
incidentes de su solitaria vida.
Cuando el marinero-minero acumuló veinte mil dólares en
oro, llegó a la conclusión de que la civilización
valía la pena para él, empezó a «partir para
el exterior». Desde el Mackenzie subió por el Little Peel
hasta su nacimiento, encontró un paso a través de las
montañas, casi se murió de hambre al cruzar las Porcupine
Hills, y finalmente alcanzó el río Yukón, donde
se enteró por primera vez de la existencia de los buscadores
de oro del Yukón y sus descubrimientos. Habían estado
trabajando allí durante veinte años, siendo prácticamente
vecinos en una tierra tan vasta. En Victoria, en la Columbia Británica,
antes de partir hacia el oeste por el Pacífico canadiense (de
cuya existencia se acababa de enterar), comentó lleno de emoción
que tenía fe en la cuenca del Mackenzie y que pensaba volver
después de visitar la feria mundial y de tomar un par de bocanadas
de civilización.
¡La fe! No podrá mover montañas, pero sí ha
levantado el Norte. Ningún mártir cristiano tuvo jamás
tanta fe como los pioneros de Alaska. Nunca dudaron de la estéril
y desierta tierra. Los que llegaron se quedaron, y cada vez llegaban
más y más. No podían marcharse. «Sabían»
que el oro estaba allí, y persistieron en su empeño. De
algún modo, el romanticismo de la tierra y la prospección
se les había metido en las venas, y el hechizo de todo aquello
los retenía sin poder soltarlos. Uno tras otro, después
de sufrir las más terribles privaciones, se sacudían el
barro de los mocasines y se marchaban para siempre. Pero la primavera
siguiente los encontraba siempre navegando por el Yukón, entre
las acumulaciones de hielo.
Jack McQuestion justifica acertadamente la atracción del Norte.
Después de "residir allí durante treinta años,
insiste en que el clima es delicioso y declara que cuando hace un viaje
a los Estados Unidos sufre de nostalgia. Es evidente que el Norte lo
ha atrapado y lo tendrá bien sujeto hasta que muera. De hecho,
para él, morir en otro lugar sería antiestético
y poco sincero. De los tres pioneros «pioneros», sólo
vive Jack McQuestion. En 1871, de uno a siete años antes de que
Holt cruzase el paso de Chilcoot, McQuestion llegó al Yukón
en compañía de Al Mayo y Arthur Harper, por la ruta de
la compañía de la Bahía de Hudson, desde el Mackenzie
hasta Fuerte Yukón. Los nombres de estos tres hombres y sus vidas
van unidos a la historia del país, y, mientras existan historias
y mapas, se recordarán los ríos Mayo y McQuestion, así
como los pueblos de Harper y Ladue, cerca de Dawson. Como agente de
la compañía Comercial de Alaska, McQuestion construyó
en 1873 Fuerte Reliance, a seis millas más abajo del río
Klondike. En 1898 este escritor conoció a Jack McQuestion en
Minook, en el bajo Yukón. El viejo pionero, aunque canoso, estaba
sano y fuerte, y tan optimista como cuando hizo su primer viaje a la
tierra del Círculo Ártico. No hay hombre más querido
en todo el norte. Dejará una gran tristeza cuando su alma indagadora
cruce la Ultima Divisoria «más al norte», tal vez,
¿quién sabe?
Frank Dinsmore es un buen ejemplo de los hombres que levantaron el territorio
del Yukón. Era un yanqui nacido en Auburn, Maine, al que la Wanderlust
había agarrado pronto por los talones, y a los dieciséis
años se hallaba de camino hacia el oeste, con rumbo «más
al norte». Buscó oro en las Black Hills, Montana, y en
Coeur d'Alene. Luego escuchó la llamada del Norte y subió
hasta Juneau, en la frontera de Alaska. Pero el Norte seguía
llamando cada vez con más insistencia, y no descansó hasta
llegar a Chilcoot y a la misteriosa Tierra Silenciosa. Esto ocurrió
en 1882, y siguió la cadena de lagos, bajando por el Yukón
y subiendo por el Pelly, y probó suerte en las barras del río
McMillan. En el otoño, hecho un esqueleto deambulante, volvió
del Paso en medio de una tormenta, con una camisa desgarrada, un mono
roto y un puñado de harina cruda.
Pero no tenía miedo. Ese invierno trabajó a jornal en Juneau
y a la primavera siguiente se encontró con los talones de sus
mocasines vueltos hacia el agua salada, de cara a Chilcoot. Esto se
repitió la primavera siguiente, y la que siguió a ésta,
hasta que en 1885 cruzó el Paso para siempre. No volvería
hasta dar con el oro que buscaba.
Pasaron los años, pero permaneció fiel a su decisión.
Durante once largos años, con raquetas de nieve y una canoa,
un pico y una criba, escribió su vida en la superficie de la
tierra. Buscó detenidamente oro en el alto, en el medio y en
el bajo Yukón. Hacía la cama en cualquier parte. Ni en
invierno ni en verano portaba tienda de campaña ni hornillo,
y su manta de piel de liebre ártica, de seis libras de peso,
era la cubierta más caliente que jamás le vieron. Su dieta
consistía principalmente en «huellas de conejo y tripas
de salmón», ya que dependía, en gran parte, de su
rifle y de su aparejo de pescar. Su resistencia era tan grande como
su valentía. Una vez levantó, en una apuesta, trece sacos
de harina de cincuenta libras cada uno, y se fue caminando con ellos.
Después de terminar un viaje de setecientas millas de hielo a
cuarenta millas por hora, llegó al campamento a las seis de la
tarde y halló que se estaba celebrando un baile. Debía
estar agotado. De todos modos sus botas estaban heladas, pero se los
quitó de una patada y estuvo bailando toda la noche en calcetines.
Mas, al fin, le llegó la suerte. La búsqueda había
terminado, recogió su oro y partió para el exterior. Y
su propio fin fue tan digno como el de su búsqueda. En San Francisco
le atacó una enfermedad y su espléndida vida se extinguió
paulatinamente mientras permanecía sentado en un sillón
del hotel comercial, la «casa de los del Yukón».
Los médicos le visitaban, discutían y consultaban, mientras
que él preparaba más planes para sus aventuras en el Norte,
pues todavía lo aferraba el Norte, sin querer Soltarlo. Cada
día se debilitaba más y más, y todos los días
repetía lo mismo: mañana estaré bien. Otros viejos
«de permiso» iban a visitarlo. Se limpiaban los ojos y maldecían
en voz baja, luego entraban y conversaban alegremente largo rato sobre
su vuelta conjunta, cuando llegase la primavera. Pero su largo camino
terminó allí, en el gran sillón, y la vida le abandonó
con el «más al norte» fijo todavía en su mente.
Los buscadores de oro. Jack London.
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