Pudo estar este libro en la biblioteca de Cervantes o pudo haberlo
leído en su estancia italiana entre 1569 y 1575. Lo cierto es
que hay muchas referencias en su novela ”Los trabajos de Persiles
y Seguismunda” que demuestran que conoció la obra, y por
supuesto que su imaginación se vio conmovida por aquellos paisajes
y aquellas gentes, envueltas en el misterio de las nieves y los hielos.
Trabajos de Persiles y Segismunda
Como se iba acercando el barco a la ribera, se iban apiñando los
bárbaros, cada uno deseoso de saber, primero que viese, lo que
en él venía; y, en señal que lo recibirían
de paz, y no de guerra, sacaron muchos lienzos y los campearon por el
aire, tiraron infinitas flechas al viento, y, con increíble ligereza,
saltaban algunos de unas partes en otras.
No pudo llegar el barco a bordas con la tierra, por ser la mar baja,
que en aquellas partes crece y mengua como en las nuestras; pero los
bárbaros, hasta cantidad de veinte, se entraron a pie por la
mojada arena, y llegaron a él casi a tocarse con las manos. Traían
sobre los hombros a una mujer bárbara, pero de mucha hermosura,
la cual, antes que otro alguno hablase, dijo en lengua polaca:
-A vosotros, quienquiera que seáis, pide nuestro príncipe,
o por mejor decir, nuestro gobernador, que le digáis quién
sois, a qué venís y qué es lo que buscáis.
Si por ventura traéis alguna doncella que vender, se os será
muy bien pagada, pero si son otras mercancías las vuestras, no
las hemos menester, porque en esta nuestra isla, merced al cielo, tenemos
todo lo necesario para la vida humana, sin tener necesidad de salir
a otra parte a buscarlo.
Entendióla muy bien Arnaldo, y preguntóle si era bárbara
de nación, o si acaso era de las compradas en aquella isla. A
lo que le respondió:
-Respóndeme tú a lo que he preguntado, que estos mis amos
no gustan que en otras pláticas me dilate, sino en aquellas que
hacen al caso para su negocio.
Oyendo lo cual Arnaldo, respondió:
-Nosotros somos naturales del reino de Dinamarca, usamos el oficio de
mercaderes y de cosarios, trocamos lo que podemos, vendemos lo que nos
compran y despachamos lo que hurtamos; y, entre otras presas que a nuestras
manos han venido, ha sido la de esta doncella -y señaló
a Periandro-, la cual, por ser una de las más hermosas, o por
mejor decir, la más hermosa del mundo, os la traemos a vender,
que ya sabemos el efeto para que las compran en esta isla; y si es que
ha de salir verdadero el vaticinio que vuestros sabios han dicho, bien
podéis esperar desta sin igual belleza y disposición gallarda
que os dará hijos hermosos y valientes.
Oyendo esto algunos de los bárbaros, preguntaron a la bárbara
les dijese lo que decía.
Díjolo ella, y al momento se partieron cuatro dellos, y fueron
-a lo que pareció- a dar aviso a su gobernador. En este espacio
que volvían, preguntó Arnaldo a la bárbara si tenían
algunas mujeres compradas en la isla, y si había alguna entre
ellas de belleza tanta que pudiese igualar a la que ellos traían
para vender.
-No -dijo la bárbara-, porque, aunque hay muchas, ninguna dellas
se me iguala, porque, en efeto, yo soy una de las desdichadas para ser
reina destos bárbaros, que sería la mayor desventura que
me pudiese venir.
Volvieron los que habían ido a la tierra, y con ellos otros muchos
y su príncipe, que lo mostró ser en el rico adorno que
traía.
Habíase echado sobre el rostro un delgado y trasparente velo Periandro,
por no dar de improviso, como rayo, con la luz de sus ojos en los de
aquellos bárbaros, que con grandísima atención
le estaban mirando.
Habló el gobernador con la bárbara, de que resultó
que ella dijo a Arnaldo que su príncipe decía que mandase
alzar el velo a su doncella. Hízose así. Levantóse
en pie Periandro, descubrió el rostro, alzó los ojos al
cielo, mostró dolerse de su ventura, estendió los rayos
de sus dos soles a una y otra parte, que, encontrándose con los
del bárbaro capitán, dieron con él en tierra (a
lo menos, así lo dio a entender el hincarse de rodillas, como
se hincó, adorando a su modo en la hermosa imagen, que pensaba
ser mujer); y, hablando con la bárbara, en pocas razones concertó
la venta, y dio por ella todo lo que quiso pedir Arnaldo, sin replicar
palabra alguna.
Partieron todos los bárbaros a la isla; en un instante volvieron
con infinitos pedazos de oro, y con luengas sartas de finísimas
perlas, que sin cuenta y a montón confuso se las entregaron a
Arnaldo, el cual luego, tomando de la mano a Periandro, le entregó
al bárbaro, y dijo a la intérprete dijese a su dueño
que dentro de pocos días volvería a venderle otra doncella,
si no tan hermosa, a lo menos tal que pudiese merecer ser comprada.
Abrazó Periandro a todos los que en el barco venían, casi
preñados los ojos de lágrimas, que no le nacían
de corazón afeminado, sino de la consideración de los
rigurosos trances que por él habían pasado.
Hizo señal Arnaldo a la nave que disparase la artillería,
y el bárbaro a los suyos que tocasen sus instrumentos, y en un
instante atronó el cielo la artillería, y la música
de los bárbaros llenaron los aires de confusos y diferentes sones.
Con este aplauso, llevado en hombros de los bárbaros, puso los
pies en tierra Periandro; llegó a su nave Arnaldo y los que con
él venían, quedando concertado entre Periandro y Arnaldo
que, si el viento no le forzase, procuraría no desviarse de la
isla sino lo que bastase para no ser de ella descubierto, y volver a
ella a vender, si fuese necesario, a Taurisa, que, con la seña
que Periandro le hiciese, se sabría el sí o el no del
hallazgo de Auristela; y, en caso que no estuviese en la isla, no faltaría
traza para libertar a Periandro, aunque fuese moviendo guerra a los
bárbaros con todo su poder y el de sus amigos.
Navegan desde la isla bárbara a otra que descubrieron. Cuatro millas,
poco más o menos, habrían navegado las cuatro barcas, cuando
descubrieron una poderosa nave, que, con todas las velas tendidas y viento
en popa, parecía que venía a embestirles. Periandro dijo, habiéndola
visto:
- Sin duda, este navío debe de ser el de Arnaldo, que vuelve a saber
de mi suceso, y tuviéralo yo por muy bueno agora no verle.
Había ya contado Periandro a Auristela todo lo que con Arnaldo
le había pasado, y lo que entre los dos dejaron concertado. Turbóse
Auristela, que no quisiera volver al poder de Arnaldo, de quien había
dicho, aunque breve y sucintamente, lo que en un año que estuvo
en su poder le había acontecido. No quisiera ver juntos a los
dos amantes, que, puesto que Arnaldo estaría seguro con el fingido
hermanazgo suyo y de Periandro, todavía el temor de que podía
ser descubierto el parentesco la fatigaba, y más que ¿quién
le quitaría a Periandro no estar celoso, viendo a los ojos tan
poderoso contrario?; que no hay discreción que valga, ni amorosa
fe que asegure al enamorado pecho, cuando por su desventura entran en
él celosas sospechas. Pero de todas éstas le aseguró
el viento, que volvió en un instante el soplo, que daba de lleno
y en popa a las velas en contrario, de modo que a vista suya y en un
momento breve dejó la nave derribar las velas de alto abajo,
y en otro instante, casi invisible, las izaron y levantaron hasta las
gavias, y la nave comenzó a correr en popa por el contrario rumbo
que venía, alongándose de las barcas con toda priesa.
Respiró Auristela, cobró nuevo aliento Periandro; pero
los demás que en las barcas iban quisieran mudarlas, entrándose
en la nave, que por su grandeza, más seguridad de las vidas y
más felice viaje pudiera prometerles.
En menos de dos horas se les encubrió la nave, a quien quisieran
seguir si pudieran; mas no les fue posible, ni pudieron hacer otra cosa
que encaminarse a una isla, cuyas altas montañas, cubiertas de
nieve, hacían parecer que estaban cerca, distando de allí
más de seis leguas. Cerraba la noche algo escura, picaba el viento
largo y en popa, que fue alivio a los brazos, que, volviendo a tomar
los remos, se dieron priesa a tomar la isla.
La media noche sería, según el tanteo que el bárbaro
Antonio hizo del norte y de las guardas, cuando llegaron a ella, y por
herir blandamente las aguas en la orilla, y ser la resaca de poca consideración,
dieron con las barcas en tierra, y a fuerza de brazos las vararon.
Era la noche fría de tal modo, que les obligó a buscar
reparos para el yelo, pero no hallaron ninguno. Ordenó Periandro
que todas las mujeres se entrasen en la barca capitana, y, apiñándose
en ella, con la compañía y estrecheza, templasen el frío.
Hízose así; y los hombres hicieron cuerpo de guarda a
la barca, paseándose como centinelas de una parte a otra, esperando
el día para descubrir en qué parte estaban, porque no
pudieron saber por entonces si era o no despoblada la isla; y, como
es cosa natural que los cuidados destierran el sueño, ninguno
de aquella cuidadosa compañía pudo cerrar los ojos, lo
cual visto por el bárbaro Antonio, dijo al bárbaro italiano
que, para entretener el tiempo y no sentir tanto la pesadumbre de la
mala noche, fuese servido de entretenerles, contándoles los sucesos
de su vida, porque no podían dejar de ser peregrinos y raros,
pues en tal traje y en tal lugar le habían puesto.
- Haré yo eso de muy buena gana -respondió el bárbaro
italiano-, aunque temo que por ser mis desgracias tantas, tan nuevas y tan
extraordinarias, no me habéis de dar crédito alguno.
A lo que dijo Periandro:
-En las que a nosotros nos han sucedido, nos hemos ensayado y dispuesto
a creer cuantas nos contaren, puesto que tengan más de lo imposible
que de lo verdadero.
- Lleguémonos aquí -respondió el bárbaro-, al
borde desta barca donde están estas señoras; quizá alguna,
al son de la voz de mi cuento, se quedará dormida, y quizá alguna,
desterrando el sueño, se mostrará compasiva: que es alivio al
que cuenta sus desventuras ver o oír que hay quien se duela dellas.
- A lo menos por mí -respondió Ricla de dentro de la barca-,
y a pesar del sueño, tengo lágrimas que ofrecer a la compasión
de vuestra corta suerte, del largo tiempo de vuestras fatigas.
Casi lo mismo dijo Auristela; y así, todos rodearon la barca,
y con atento oído estuvieron escuchando lo que el que parecía
bárbaro decía, el cual comenzó su historia desta
manera.
Trabajos de Persiles y Segismunda. Miguel de Cervantes.
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