Teneré
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    Sahara significa al fin y al cabo “la tierra árida”, océano de arena, cuyas dunas el viento levanta y desplaza con la misma agilidad con la que agita las olas. Muchos poetas han comparado el desierto y el mar; sin embargo, los pueblos del mar y los pueblos del desierto no son los mismos. Aunque compartan la soledad de lo inmenso, aunque el viento les cuente sólo a ellos historias maravillosas. Hay pueblos sin tierra, pueblos que no han construido ciudades a la orilla de ningún río. Pueblos que se mueven siempre, que tienen su patria en el viento.

     

    Teneré

    Un rigor extremo se nos presenta delante de los sentidos: el Sáhara, el teneré tuareg. Rigor en todos y cada uno de los ámbitos: climáticos, litológico, demográfico. Así es en esta enorme franja de más de nueve millones de kilómetros cuadrados, donde hombres, plantas y animales sobreviven gracias a una adaptación singular, milenaria, como si las dificultades solo fuesen una parte más de su ritmo vital.

    Pero este ritmo es ante todo climático, y se nos presenta ligado a increíbles amplitudes térmicas entre el día y la noche y casi la inexistencia de precipitaciones durante décadas en algunos espacios. Ausencia ligada al dominio de las células de altas presiones al norte del ecuador.

    He vuelto a la escritura después de casi dos días, y en este regreso he decidido cambiar el fondo y la forma, alejarme del manual de geografía que ya conozco. El siroco nos sorprendió sólo a medias. Antes, estos hombres de arena que son los tuareg nos advirtieron. Para el europeo engreído, sorprende la sabiduría de quien predice por intuición, o por observación, o por unos conocimientos ocultos heredados generación tras generación.

    Levantamos la vista hacia el horizonte y nada observamos: sol, calor cielo descaradamente despejado y refracciones del aire ardiente que asciende nervioso hacia donde los ojos, entornados, pueden alcanzar.

    No estamos en el centro del desierto, ni en esa zona de trópicos donde las dunas, interminables, se ondulan en un mar puro de arena. Nos refugia una transición de acacias espinosas y una casi ausencia total de sotobosque.

    Entre nosotros nos miramos sorprendidos, casi con desconfianza respecto a nuestros huéspedes. Nunca aprenderemos. Hombres y mujeres se afanaron en recoger los rebaños. La calma es total. Durante un leve instante, llegan a la memoria las viejas historias de estos bereberes, bandidos para muchos, “olvidados de Dios” para los árabes, “pueblo noble” según ellos mismos.

     

     

    Se han cubierto de índigo y con ello han realizado un ritual secular, y sus altas figuras aparecen más soberanas que nunca sobre el desierto. Nosotros los miramos con una cierta sensación de encontrarnos perdidos, de no saber estar a la altura de las circunstancias predecidas. Se ajustan el lithan, y de su rostro oculto los ojos destellan desafiantes, señores de aquel entorno tan alejado de nuestro modo de vida.

    Todo parece esperar en este campamento de tiendas bajas. Nos hacen pasar a la mayor de ellas y, sentados en una alfombra, nos ofrecen dátiles y leche. Una lámpara de barro se enciende y al tiempo sobreviene el rugido, y el desierto se levanta en tempestad en torno a nosotros. Callamos. Puede que el miedo nos atenace. Nos vuelven a ofrecer índigo, y ahora nos protegemos también con él los europeos. Allí quedamos, insomnes, nerviosos, en manos de aquella fuerza infinita que fue la tormenta de arena…

    El oasis de Siva queda todavía lejos, y recién pasada la tempestad nos parece casi inalcanzable, en mitad de la hammada, pero nos lo imaginamos tal y como nos lo han descrito, con más de doscientas fuentes en mitad de la inmensidad reseca del teneré, reunidas en estanques que las manos de los hombres construyeron hace cientos de años, y de estas turgencias, el agua manando a borbotones desde el fondo mismo de la magia, como regalo paradisíaco a estas gentes castigadas por el sol y la aridez. Milagro de la vida este constante acontecer.

    Entornamos los ojos y el espíritu se nos marcha por entre las más de cien mil palmeras de oasis, y allí nos recostamos, mecidos por el rumor del agua fontana. No tardamos en acostumbrarnos al diván esquivo de las sombras, ni al ajetreo de las mujeres, ni a la despreocupación alegre de los niños. Nos recreamos en los inagotables pastos de la imaginación viendo ya, tan temprano, el final de esta maravillosa aventura; las rutas de las caravanas, las ciudades y oasis esparcidos, desconcertados en nuestro ánimo: Insalah, vergel eterno; Toggourt, ofreciendo sus deliciosos dátiles; Biskra, con los mejores camellos; Beni Abbés, suspiro en mitad de un horizonte vacío; Siva, refugio de fuentes; El Cairo, final de reyes…

    El cielo estrellado del desierto es limpio, luminoso, tan inmenso como el silencio del propio Teneré, o como el incesante vagar del tiempo perdido, o como los pasos borrados en esta tierra inquieta, nerviosa, aliento primigenio del Siroco.