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Hayedo
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    El viento toca todas las cosas, desciende después de haber acariciado el cuerpo entero de las montañas, cruza los bosques y llama a nuestra ventana con la voz prestada de todas las ramas. Tan profundo es el viento que no sabemos si viene de fuera o está dentro de nosotros. Él nos rodea con el aliento del mundo, con la humedad del mar, con la arena arrancada a las rocas y con los aromas de cada continente. El viento estuvo con nosotros desde el principio, cuando ignorábamos las ciudades y las fábricas, y aún nos acompaña. Sus manos son siempre las manos de la tierra.

     

    Hayedo

    Empezó a soplar el viento y salí hacia el bosque. Está al sur de la ciudad, a un kilómetro y medio de mi casa; es una estrecha franja de hayas, sin nombre, que corona un monte de escasa altura. Recorrí las calles de la periferia y los caminos que se adentran en el campo, entre matorrales de avellano y espino.

    Los grajos discutían y revoloteaban entre los árboles. El cielo era de un azul intenso y frío, lechoso en los extremos. Un par de cientos de metros por delante se oía el rumor del bosque bajo el viento, como un suave rugido marino; una inmensa mezcla de fricciones, de hojas inquietas y de roces de ramas.

    Entré en el hayedo por el extremo sur. Empezaban a caer residuos del dosel en movimiento; ramitas y agallas de los árboles que percutían en el manto cobrizo de las hojas. Intensos haces de luz iluminaban el suelo. Subí monte arriba hasta la mitad del camino que discurre por el lado norte, donde se encontraba mi árbol: un haya alta, con la corteza gris y las ramas desplegadas de un modo que resultaba fácil trepar por ellas.

    Había trepado muchas veces a ese árbol, y todas sus marcas me eran familiares. La corteza se abolsa, formando arrugas en la base del tronco, como si fuera la pata de un elefante. A unos tres metros del suelo una rama se dobla, cerrándose sobre sí misma; encima de esta rama, una «H», grabada a cuchillo en el tronco hace años, se ha hinchado como un globo por el crecimiento del árbol, y un poco más arriba se encuentra el muñón curado de una rama ausente.

    Diez metros por encima, ya cerca de la copa del haya, donde la corteza es plateada y más suave, está lo que me he acostumbrado a llamar el observatorio; una rama lateral en forma de horquilla que arranca justo debajo de una curva en el tronco. Había descubierto allí un cómodo asiento si apoyaba la espalda en el tronco y los pies en cualquiera de los brazos de la horquilla. Si me quedaba quieto unos minutos, los que paseaban por el bosque pasaban sin advertir mi presencia, porque la gente no suele subir a los árboles. Y, si esperaba un poco más, los pájaros regresaban al haya, pues tampoco están acostumbrados a encontrar gente en los árboles. Los mirlos armaban un gran revuelo entre las frondas y los carrizos volaban de rama en rama a tal velocidad que parecían teletransportarse; una perdiz gris se aventuró a abandonar su refugio con cautela.

    Me acomodé en el observatorio. La copa del árbol se balanceó con el movimiento y el peso de mi cuerpo, y el viento intensificó el balanceo, sacudiendo las ramas más altas en arcos de cinco o diez grados. Mi observatorio se parecía ese día al nido de un cuervo en la cofa de un mástil azotado por el oleaje.

    La tierra se extendía como un mapa, salpicada de bosques; algunos de sus nombres los conocía: Mag's Hill Wood, Nine Wells Wood o Wormwood. Una carretera principal, con tráfico denso, discurría al oeste entre los campos roturados. Justo al norte se veía el hospital, y las tres chimeneas de su torre de incineración eran más altas que mi árbol. Una aeronave Hércules, con la panza muy abultada, descendía hacia el aeródromo de las afueras de la ciudad. Un cernícalo giraba hacia el este en dirección contraria al viento, las alas temblorosas del esfuerzo, las plumas de la cola desplegadas como un abanico de naipes.

    Había empezado a subir a los árboles unos tres años antes. Mejor dicho, recuperé la costumbre de hacerlo, porque el patio de mi colegio era un bosque. Subíamos a los árboles y los bautizábamos (Scorpio, el Roble Mayor, Pegaso), y el control de estos bastiones desencadenaba conflictos territoriales que se resolvían mediante un complicado sistema de reglas y lealtades. Mi padre construyó una casa en un árbol de nuestro jardín para mi hermano y para mí, un lugar que defendimos heroicamente durante años de los ataques de los piratas. Y a punto de cumplir los treinta años volví a subir a los árboles, por pura diversión; sin cuerdas, pero sin peligro.

    Aprendí en los sucesivos ascensos a diferenciar las distintas especies. Apreciaba la esponjosidad del abedul, el aliso y el cerezo joven. Evitaba los pinos -por las ramas quebradizas y la corteza áspera- y los plátanos. Y descubría que el castaño de Indias, con la parte inferior del tronco libre de ramas y sus frutos provistos de pinchos, pero también con un follaje espléndido, era al mismo tiempo un reto y un estímulo para el escalador.

    Estudie la literatura sobre escalada arbórea, que es escasa pero apasionante. John Muir había escalado un abeto Douglas en California en mitad de una tormenta de viento para contemplar un bosque «¡cuya masa se encendía produciendo un continuo e incandescente resplandor de fuego solar!». Italo Calvino había escrito una novela mágica, El barón rampante, en la que el joven héroe, Cosimo, se sube a un árbol de la finca paterna un día de enfurruñamiento adolescente y jura que no volverá a poner un pie en la tierra. Fiel a su impetuosa promesa Cosimo vive e incluso se casa en los árboles, recorriendo kilómetros entre las ramas de olivos, cerezos olmos, y robles. Los chicos de B.B., en Brendon Chase, deciden asilvestrarse en un bosque inglés con tal de no regresar al internado, y trepan a un pino escocés para alcanzar un nido de halcones mieleros tejidos con hojas de hayas. Y no podemos olvidar a Winnie the Pooh y a Christopher Robin. Pooh flota en su globo azul cielo hasta la colmena construida en la copa del roble para robar un poco de miel, mientras Christopher aguarda con su escopeta de aire comprimido para disparar al globo y hacerlo descender una vez conseguida la miel.

    He llegado a admirar igualmente a algunos de los principales exponentes contemporáneos de esta modalidad de escalada, sobre todo a los científicos que estudian las secuoyas en California y Oregón. La secuoya gigante, Sequoia sempervirens, puede alcanzar una altura de 100 metros. La mayor parte del tronco de los ejemplares adultos carece de ramas, pero su copa es enorme y muy complicada. Quienes estudian estos árboles han desarrollado unas técnicas de escalada excepcionales. Con un arco y una flecha lanzan una cuerda sobre una de las ramas firmes de la copa, y van asegurándola a medida que ascienden. Su destreza es tan refinada que, una vez arriba, pueden moverse a salvo casi con absoluta libertad, como modernos hombres-araña. En las alturas de este mundo aéreo han descubierto un reino perdido, un ecosistema extraordinario que no había sido estudiado hasta muy recientemente.

    Mi haya no tiene nada de excepcional; su ascenso no reviste dificultad, ni su copa guarda revelaciones biológicas o reservas de miel. Pero se ha convertido en un lugar para pensar; en una percha. Yo le tenía cariño y ella… bueno, ella no tenía ninguna conciencia de mí. La he escalado muchas veces; con la primera luz de la mañana, al atardecer y en el fulgor del mediodía. He subido en invierno, apartando la nieve de las ramas con las manos, sintiendo la madera fría como la piedra y viendo los nidos vacíos del cuervo real en las ramas de los árboles próximos. He subido en los primeros días del verano y he visto hervir los campos a fuego lento, el resplandor del calor en el aire, y he escuchado el zumbido somnoliento de un tractor desde algún lugar cercano. He trepado también bajo un intenso aguacero, mientras el agua caía como chuzos de punta. Escalar esta haya era un modo de tener perspectiva, por poca que fuera; de mirar desde arriba la ciudad que antes veía sólo desde dentro. El alivio del alivio. Y era, ante todo, un modo de compensar las exigencias de la ciudad.

    Todo el que vive en la ciudad sabe lo que se siente cuando se pasa demasiado tiempo en ella. El atracón de imágenes en las calles, la sensación de estar atrapado, el deseo de superficies distintas del cristal, el ladrillo, el hormigón y el asfalto. Yo vivo en Cambridge, una ciudad situada en una de las zonas de mayor actividad agrícola y mayor densidad de población del mundo; un lugar extraño para alguien que ama las montañas y los espacios naturales. Cambridge está tan lejos de lo que podríamos llamar «naturaleza virgen» como cualquier otro lugar de Europa, y yo siento profundamente esa distancia, pero hay cosas que me retienen aquí: mi familia, mi trabajo, mi cariño por la propia ciudad, el modo en que sus viejos edificios de piedra condensan la luz. Hace diez años que vivo en Cambridge, pero también paso temporadas fuera y, aunque supongo que seguiré aquí los próximos años, sé que igualmente tendré necesidad de los espacios naturales.

    No sabría decir cuándo se despertó mi amor por la naturaleza, pero ocurrió, y la necesidad que tengo de ella es muy intensa. De niño, cuando veía escrita esta palabra, siempre despertaba en mí imágenes de amplios espacios, deshabitados y remotos. Islas de las costas atlánticas. Bosques infinitos y montones de nieve azul con huellas de lobos impresas en ellos. Y ésta era la visión de naturaleza virgen que con el tiempo se fue grabando en mi memoria: la de un espacio boreal, ventoso, inmenso, aislado, elemental, riguroso y exigente con el viajero. Llegar hasta un lugar virgen significaba para mí salir de la historia de la humanidad.

    El hayedo no satisfacía mi necesidad de naturaleza pura. Oía el rugido del tráfico en las carreteras cercanas y el silbato de los trenes de alta velocidad en tránsito hacia el oeste. Los campos circundantes se trataban con fertilizantes y herbicidas para optimizar su productividad y los matorrales eran el sitio perfecto para darse un revolcón. De la noche a la mañana aparecían montones de basura: escombros, madera hinchada por el agua o periódicos hechos jirones. Un día encontré un sujetador y unas bragas de encaje colgadas de los espinos, como alcaudones de un tamaño descomunal, indicio de un romance ilícito, supuse, más que de un arrebato pasional en el camino, pues ¿quién puede hacer el amor en un seto de espino?

    Semanas antes del vendaval ya había sentido el familiar deseo de marcharme, de traspasar la línea de sombra de la incineradora y el tumultuoso horizonte del anillo de carreteras que cercaba la ciudad. Y ese día, en el nido del cuervo, mientras contemplaba el tráfico, el hospital, los campos y los bosques aprisionados entre todo ello, sentí la imperiosa necesidad de salir de Cambridge, de llegar a algún lugar remoto donde pudiera contemplar con claridad la luz de las estrellas, donde el viento soplara desde sus 36 direcciones, y donde la huella humana fuera mínima o inexistente. Al extremo norte o al extremo oeste, pues era allí donde la naturaleza virgen sobrevivía en mi memoria, si es que sobrevivía en alguna parte.

    Robert Macfarlane. Naturaleza Virgen.