Con el viento hacia la ciencia
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    Vivimos en el fondo de un océano de aire (E. Torricelli)

    La veleta gira y apunta de nuevo hacia el noroeste. Es media tarde y el árido viento del desierto se vuelve cada vez más asfixiante. He viajado hasta la ciudad libia de Shahhat para visitar las ruinas de lo que una vez fue una colonia griega. Se le llamó Cirene y, en su tiempo, prosperó como uno de los centros comerciales y científicos que los griegos extendieron por gran parte del Mediterráneo. Allí nació Eratóstenes, un prestigioso científico que llegaría a dirigir la Biblioteca de Alejandría. Entre sus grandes méritos está el haber calculado la circunferencia de la Tierra con sorprendente precisión.

    Pero ahora hay otras prioridades. El calor es sofocante y debo descansar un poco. Entro en un local y, junto a una ventana, voy bebiendo una refrescante limonada al tiempo que el viento arrecia. Las partículas de arena inundan el aire y golpean con fuerza todo lo que encuentran a su paso. Pequeños objetos y papeles, como puestos de acuerdo, siguen a la arena con rumbo norte. Se dirigen hacia el puerto, como si pretendiesen tomar un barco y cruzar la mar. El siroco, desde luego, no necesita barco. Pronto habrá cruzado la gran extensión de agua y alcanzado Sicilia. Esta isla fue, en la Antigüedad, parte de la Magna Grecia y lugar de nacimiento de ilustres personajes. Me viene a la memoria Empédocles de Agrigento. Fue el creador de la teoría según la cual todo lo que existe está formado por cuatro elementos: agua, tierra, aire y fuego. En uno de los pocos escritos suyos que se conserva, nos cuenta:

    Cuatro son las raíces de las cosas:
    Zeus resplandeciente, Hera avivadora,
    Aidoneo y Nesti que de lágrimas
    destila la fuente inmortal.

    Para extraer sus conclusiones, como hacen los científicos actuales, se basó en la experiencia. Por aquel entonces, no se tenía conocimiento de la existencia de la atmósfera. Al ser el aire invisible, simplemente, nadie sabía que estaba allí. Pero el filósofo, imaginando la verdad, sumergió en el agua una copa boca abajo, comprobando que permanecía vacía y deduciendo, acertadamente, que lo que impedía la entrada al agua era el aire que contenía. Así, sobre la tierra y los océanos había una capa de aire y mucho más lejos, el fuego de las estrellas. Antes de abandonar Sicilia, hasta el viento dirige la vista hacia el sureste de la isla, porque en este lugar nació y murió el gran Arquímedes. A pesar de sus muchos y grandes descubrimientos (la palanca, el volumen de la esfera, el tornillo sin fin…), su fama le viene sobre todo por haber descubierto el principio de la hidrostática.

    Y el siroco no se detiene. Continúa el curso marcado por la veleta y se acerca a Nola, una pequeña ciudad napolitana. Allí nació, en el siglo XVI, Giordano Bruno. Este filósofo comprendió la importancia de las teorías de Copérnico y las estudió y defendió. Sus conclusiones eran, entre otras, que la Tierra no era el centro de todo y que el espacio era infinito. Estas ideas eran contrarias a las creencias de los escolásticos que imperaban en ese momento, por lo que Bruno fue condenado a la hoguera. Su punto de vista era, en el fondo, algo diferente del de Copérnico. Este último propuso su teoría como un método geométrico que simplificaba los cálculos, pero sin cuestionar en ningún momento la postura de la Iglesia. Bruno, sin embargo, estaba convencido del error de los aristotélicos y aunque en su momento sólo fue una leve brisa, su pensamiento fue un viento que, aumentando paulatinamente de intensidad, arrancó de los hombres las dogmáticas y erradas creencias aristotélicas.

    El viento copernicano, sin perder aliento, sigue su curso norte hasta Pisa, ciudad de la Toscana donde nació Galileo. En sus primeros años de investigador, la prioridad de nuestro personaje era asegurarse un sustento económico. Con esta idea mejoró los telescopios de la época, que eran bastante rudimentarios y de poca utilidad. Una vez perfeccionado, lo presentó en Venecia, donde pudo comprobarse su utilidad en el campo militar y marítimo. Galileo lo donó a la república veneciana y sus gobernantes, agradecidos, le otorgaron un puesto para enseñar matemáticas de por vida en la Universidad de Padua. Es allí donde pudo comenzar a desarrollar sus investigaciones sin agobios pecuniarios y con gran libertad intelectual. A pesar de la buena posición en que se encontraba, no podía dejar de pensar en las verdes colinas de la Florencia en la que había pasado su juventud. Este sentimiento de nostalgia acaba ganando y vuelve a la Toscana en 1610, aprovechando el ofrecimiento de la Universidad de Pisa que le nombra “Primer matemático”. Ese año resultaría capital en muchos aspectos, ya que durante su transcurso descubrió los satélites de Júpiter. Sus observaciones y cálculos no dejaban ya lugar a dudas. Publicó sus resultados en un libro titulado “Sidereus Nuncius” que se difundió por Italia y el resto de Europa. Muchos estudiosos, entre los que cabe destacar a Kepler, le enviaron felicitaciones por su hallazgo, pero otros, ya fuese por envidia, por incapacidad o porque consideraban que la teología y la filosofía no necesitaban de la experiencia, lo criticaron con aspereza. Galileo siguió dedicando mucho tiempo a sus observaciones que le conducían cada vez con mayor claridad a un violento choque con los escolásticos. Las críticas hacia su persona se endurecieron cada vez más hasta que en 1616 llegó la sentencia de la Iglesia:

    La opinión de que la Tierra no es el centro del Universo es filosóficamente falsa o por lo menos una creencia errónea con respecto a la fe.

    Por el contrario, el punto de vista de Galileo era:

    En lo tocante a ciencia, la autoridad de mil no vale lo que el humilde razonamiento de una persona.

    La Inquisición lo juzgó y, tras ardua lucha, llegó con él a un tácito acuerdo, permitiéndole que se retirara a vivir a su casa de campo en Arcetri.

    Siguiendo nuestro viaje hacia el norte, nos encontramos ahora cerca de Bolonia. En un pueblo próximo nació Evangelista Torricelli. Siendo joven, viajó a Roma para estudiar con Benedetto Castelli, que había sido discípulo de Galileo. Tras demostrar sus buenas aptitudes, Castelli le pidió a Galileo que lo aceptase como discípulo. Este último, que se encontraba ya en su retiro de Arcetri, lo toma a su cargo. Fue entonces cuando un hecho fortuito cambió el curso de la historia. Galileo recibió un día la visita inesperada de un fontanero. Éste había cavado un profundo pozo con el objetivo de sacar agua para regar un jardín. Utilizando una bomba, intentó impulsar el agua, pero el líquido no pasaba de una determinada altura, a pesar de todos los esfuerzos. Galileo contó a Torricelli el hecho y ambos llegaron a la conclusión de que esto ocurría debido a la presión que el aire de la atmósfera ejerce sobre la Tierra. Torricelli pensó utilizar esto para crear el vacío en un recipiente cerrado. Según Aristóteles la naturaleza no admitía el vacío y por ello Torricelli estaba especialmente interesado en esta experiencia. Para no tener que manejar un tubo excesivamente largo, reemplazó el agua por mercurio que es mucho más denso (unas 13 veces más que el agua). Colocando el tubo lleno de mercurio con la boca abierta hacia abajo y sumergiéndolo en una cubeta también con mercurio, éste se deslizó hacia abajo por el tubo hasta una determinada altura, dejando varios centímetros cúbicos de vacío. La altura de la columna de mercurio, de un centímetro cuadrado de sección, señalaba 76 centímetros. Esto demostraba que la presión atmosférica existía y se podía medir y, como se vio más adelante, que ésta cambiaba según los días, las estaciones o la altura. Había nacido el barómetro y con él la ciencia de la meteorología. Es curioso, porque la meteorología, aparte de la presión, también estudia los vientos. Vientos como el siroco que observo a través de la ventana, arrastrando pequeños objetos hacia el puerto, cruzando el mar y llegando hasta Italia, cuna de grandes pensadores que lucharon con empeño hasta conseguir que las veletas apuntasen hacia donde sopla la razón.