Ministerio de Educación
Primer viaje alrededor del mundo
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    Si hay un dominio en el mundo, donde esos “puntitos” que representan las islas devienen en una multitud es en el Pacífico. Bien podría haberse llamado éste el “Océano de las islas”, pues alberga más de veinticinco mil; sin embargo, los navegantes de la expedición de Magallanes que llegaron a él el 28 de Noviembre de 1520, cansados de las duras tormentas del que hoy se llama estrecho de Magallanes, dieron en llamarle “Pacífico”. Acababan de entrar en unas aguas que ocupan la tercera parte del planeta.

    La enorme extensión de este océano hizo imposible su conocimiento durante mucho tiempo y contribuyó a crear no pocas leyendas entre los navegantes. Sin embargo, pese a su enormidad, es un mar con rutas navegables facilitadas por los vientos. En sus extremos, en los 25ºS y entre los 30º y 55ºN, dominan los vientos propicios del Oeste. Los alisios, que dominan a ambos lados de las calmas del cinturón norecuatorial, soplan del nordeste entre los 15º y 25º N, encontrándose entre los vientos más fiables del mundo, y también alientan desde el suroeste en una franja más ancha que va desde el ecuador hasta unos 20º sur, aunque en esta dirección son menos constantes.

    Nada de esto sabía Magallanes, si bien tuvo la fortuna de llegar al Pacífico justo en el momento en que soplan los alisios del suroeste, así que aprovechó la corriente de Humboldt para remontar la costa chilena buscando aguas más cálidas y después viró hacia el oeste, pensando que la navegación sería fácil con viento favorable y un mar salpicado de islas. Se equivocó y realizó una penosa navegación de más de noventa días, llegando a Guam y luego a las Filipinas, donde encontró la muerte. Cuando inició su expedición, la flota era de cinco naves. Sólo una conseguiría regresar, cargada, eso sí, con una valiosa mercancía de especias. Entre los supervivientes de la expedición se encontraba Pigafetta, el humanista italiano que escribió el relato de la aventura.

    El descubrimiento del Pacífico

    Por muy salvajes que sean, no dejan estos indios de poseer cierta especie de ciencia médica: por ejemplo, cuando se sienten mal del estómago, en lugar de purgarse, como lo haríamos nosotros, se introducen bastante adentro en la boca una flecha para provocar los vómitos, lanzando una materia verde, mezclada con sangre. Lo verde proviene de una especie de cardo de que se alimentan. Si tienen dolor de cabeza, se hacen una incisión en la frente, efectuando la misma operación en todas las partes del cuerpo donde sienten dolor, a fin de dejar salir una gran cantidad de sangre de la región dolorida. Su teoría, que nos fue explicada por uno de los que habíamos cogido, está en relación con su práctica: el dolor, dicen, es causado por la sangre que no quiere sujetarse en tal o tal parte del cuerpo; por consiguiente, haciéndola salir debe cesar el dolor.

    Llevan los cabellos cortados en forma de cerquillo, como los frailes, pero más largos, y sostenidos alrededor de la cabeza por un cordón de lana, en el cual colocan sus flechas cuando van de caza. Cuando el frío es muy intenso, se atan estrechamente sus partes naturales contra el cuerpo. Parece que su religión se limita a adorar al diablo. Pretenden que cuando uno de ellos está para expirar, se aparecen de diez a doce demonios que bailan y cantan a su derredor. Uno de ellos, que hace más ruido que los demás, es el jefe o gran diablo, que llaman Setebos; los inferiores se llaman cheléale. Están pintados como los habitantes del país. Nuestro gigante pretendía haber visto una vez un demonio con cuernos y pelos tan largos que le cubrían los pies, y arrojaba, según añadió, llamas por delante y por detrás.

    Estos pueblos se visten, como lo he indicado ya, de la piel de un animal, y con la misma cubren sus cabañas, que transportan donde más les conviene, careciendo de morada fija, pero yendo, como los bohemios, a establecerse ya en un sitio ya en otro. Se alimentan de ordinario de carne cruda y de una raíz dulce que llaman capac. Son grandes comedores: los dos que habíamos cogido se comían cada uno en el día una cesta llena de bizcochos y se bebían de un resuello un medio cubo de agua. Devoraban los ratones crudos y aún con piel. Nuestro capitán dio a este pueblo el nombre de patagones. En este puerto, al cual pusimos el nombre de San Julián, gastamos cinco meses, durante los cuales no nos acontecieron más accidentes que aquellos de que vengo de hablar.

    Habíamos apenas fondeado en este puerto cuando los capitanes de las otras cuatro naves formaron un complot para matar al comandante en jefe. Estos traidores eran Juan de Cartagena, veedor de la escuadra; Luis de Mendoza, tesorero; Antonio Coca, contador, y Gaspar de Quesada. El complot fue descubierto: se descuartizó al primero y el segundo fue apuñalado. Se perdonó a Gaspar de Quesada, quien algunos días después meditó una nueva traición. Entonces el comandante, que no osaba quitarle la vida porque había sido creado capitán por el Emperador en persona, lo arrojó de la escuadra y lo abandonó en la tierra de los patagones con cierto sacerdote su cómplice.

    En este lugar nos aconteció otra desgracia. La nave Santiago, que se había enviado a reconocer la costa, naufragó entre las rocas, aunque la tripulación se salvó por milagro. Dos marineros vinieron por tierra hasta el puerto en que nos hallábamos a darnos noticia del desastre, habiendo el comandante en jefe enviado en el acto algunos hombres con sacos de bizcocho. La tripulación se quedó durante dos meses en el sitio del naufragio para recoger los restos de la embarcación y las mercaderías que el mar arrojaba sucesivamente a la playa; y durante este tiempo se les llevaban víveres, aunque la distancia era de cien millas y el camino muy incómodo y fatigoso a causa de las espinas y malezas, en medio de las cuales se pasaba la noche, sin poseer otra bebida que el hielo, que había que romper, y esto mismo no se hacía sin trabajo.

    En cuanto a nosotros, no nos hallábamos tan mal en este puerto, aunque ciertas conchas muy largas que en él se encontraban en gran abundancia no eran todas comestibles, si bien contenían perlas, aunque muy pequeñas. Encontramos también en los alrededores avestruces, zorros, conejos mucho más diminutos que los nuestros, y gorriones. Los árboles producen incienso.

    Plantamos una cruz en la cumbre de una montaña vecina, que llamamos Montecristo, y tomamos posesión de esta tierra en nombre del rey de España.

    Partimos al fin de este puerto, y costeando, hacia los 50° 40' de latitud sur, vimos un río de agua dulce en el cual entramos. Toda la escuadra estuvo ahí a punto de naufragar, a causa de los vientos deshechos que soplaban y embravecían el mar; mas Dios y los cuerpos santos (es decir, los fuegos que resplandecían en las puntas de los mástiles) nos socorrieron y nos salvaron. Pasamos ahí dos meses para abastecer las naves de agua y de leña. Nos proveímos también ahí de una especie de pescado, como de dos pies de largo y muy cubierto de escamas, bastante bueno para comer, aunque no cogimos la cantidad que nos hubiera sido necesaria. Antes de abandonar este sitio, dispuso el comandante que todos se confesasen y comulgasen como buenos cristianos.

    Continuando nuestra derrota hacia el sur, el 21 del mes de octubre, hallándonos hacia los 52° de latitud meridional, encontramos un estrecho que llamamos de las Once Mil Vírgenes, porque ese día les estaba consagrado. Este estrecho, como pudimos verlo en seguida, tiene de largo 440 millas o 110 leguas marítimas de cuatro millas cada una; tiene media legua de ancho, a veces más y a veces menos, y va a desembocar a otro mar que llamamos Mar Pacífico. Este estrecho está limitado por montañas muy elevadas y cubiertas de nieve, y es también muy profundo, de suerte que no pudimos echar en él el ancla sino muy cerca de tierra y en veinticinco a treinta brazas de agua.

    Toda la tripulación estaba tan persuadida que este estrecho no tenía salida al oeste, que no se habría aun pensado en buscarla sin los grandes conocimientos del comandante en jefe. Este hombre, tan hábil como valeroso, sabía que era necesario pasar por un estrecho muy oculto, pero que él había visto figurado en un mapa que el rey de Portugal conservaba en su tesorería, construido por Martín de Bohemia, muy excelente cosmógrafo.

    Tan pronto como entramos en estas aguas, que sólo se creían ser una bahía, el capitán envió dos naves, la San Antonio y la Concepción, para examinar dónde desembocaban o terminaban; en tanto que nosotros, con la Trinidad y la Victoria, los aguardábamos a la entrada.

    En la noche sobrevino una borrasca terrible que duró treinta y seis horas, que nos obligó a abandonar las anclas y a dejarnos arrastrar dentro de la bahía, a merced de las olas y del viento. Las dos naves restantes, que fueron tan combatidas como las nuestras, no lograron doblar un cabo para reunírsenos; de suerte que, abandonándose a los vientos que las empujaban siempre hacia el fondo de lo que suponían ser una bahía, esperaban naufragar ahí de un instante a otro. Pero en el momento en que se creían perdidos, divisaron una pequeña abertura que tomaron por una ensenada de la bahía, en que se internaron; y viendo que este canal no estaba cerrado, comenzaron a recorrerlo y se encontraron en otra bahía al través de la cual continuaron su derrota hasta hallarse en otra angostura, de donde pasaron a una nueva bahía todavía mayor que las precedentes. Entonces, en vez de ir hasta el fin, juzgaron oportuno regresar a dar cuenta al capitán general de lo que habían visto.

    Habíanse pasado dos días sin que hubiésemos visto reaparecer las dos naves enviadas a averiguar el término de la bahía, de modo que las creíamos perdidas por la tempestad que acabábamos de experimentar; y al divisar humo en tierra, conjeturamos que los que habían tenido la fortuna de salvarse habían encendido fuegos para anunciarnos que aún vivían después del naufragio. Mas, mientras nos hallábamos en esta incertidumbre acerca de su suerte, les vimos regresar hacia nosotros, singlando a velas desplegadas, los pabellones al viento: y cuando estuvieron más cerca, dispararon varios tiros de bombardas, lanzando gritos de alegría. Nosotros hicimos otro tanto, y cuando nos refirieron que habían visto la continuación de la bahía, o mejor dicho, del Estrecho, unímonos a ellos para proseguir nuestra derrota si fuera posible.

    Cuando hubimos entrado en la tercera bahía de que acabo de hablar, vimos dos desembocaduras o canales, uno al sudeste y el otro al sudoeste. El capitán general envió las dos naves, la San Antonio y la Concepción, al sudeste, para reconocer si este canal desembocaba en un mar abierto. La primera partió inmediatamente e hizo fuerza de velas, sin querer aguardar a la segunda, que quería dejar atrás, porque el piloto pensaba aprovecharse de la oscuridad de la noche para desandar el camino y regresarse a España por la misma derrota que acabábamos de hacer.

    Ese piloto era Esteban Gómez, que odiaba a Magallanes por la sola razón de que cuando vino a España a hacer al Emperador la propuesta de ir a las Molucas por el oeste, Gómez había demandado y estaba a punto de obtener algunas carabelas para una expedición cuyo mando se le había de confiar. Tenía por propósito esta expedición realizar nuevos descubrimientos; pero la llegada de Magallanes fue causa de que se le negase su petición y de que no hubiese podido obtener más que una plaza subalterna de piloto; siendo, sin embargo, lo que más le irritaba encontrarse bajo las órdenes de un portugués. Durante la noche se concertó con los otros españoles de la tripulación y aprisionaron y aún hirieron al capitán de la nave, Álvaro de Mezquita, primo del capitán general, y le condujeron así a España. Esperaban haber llevado también a uno de los dos gigantes que habíamos cogido y que se encontraba a bordo de su nave, habiendo sabido a nuestro regreso que había muerto al aproximarse a la línea equinoccial, cuyo gran calor no había podido soportar.

    La nave la Concepción, que no podía seguir de cerca a la San Antonio, no hizo más que cruzar en el canal esperando su regreso, aunque en vano.

    Habíamos entrado con las dos naves restantes en el otro canal que quedaba hacia el sudoeste; y continuando nuestra navegación, llegamos a un río que llamamos de las Sardinas, a causa de la inmensa cantidad de este pescado que allí vimos. En ese lugar fondeamos para esperar a las otras dos naves, y estuvimos cuatro días; aunque durante este tiempo se despachó una chalupa bien equipada para ir a reconocer el término de este canal, que debía desembocar en otro mar. Los tripulantes de esta embarcación regresaron al tercer día, anunciándonos que habían visto el cabo en que concluía el Estrecho, y un gran mar, esto es, el Océano. Todos lloramos de alegría. Este cabo se llamó el Deseado, porque, en efecto, desde largo tiempo ansiábamos por verlo.

    Volvimos hacia atrás para reunimos a las otras dos naves de la escuadra, pero sólo encontramos a la Concepción, y habiendo preguntado al piloto Juan Serrano qué había sido del otro buque, nos respondió que lo creía perdido porque no le había vuelto a ver desde el punto en que había embocado al canal. El comandante en jefe dio entonces orden de que se le buscase por todas partes, especialmente en el canal en que había penetrado; despachó a la Victoria hasta la desembocadura del Estrecho, disponiendo que si no lo encontraba, en un lugar bien alto y bien prominente plantasen una bandera, a cuyo pie debía dejar en una olla una carta que indicase la ruta que se iba a seguir, a fin de que se pudiese unir a la escuadra. Esta manera de avisarse en caso de separación había sido acordada en el momento de nuestra partida. De la misma manera se pusieron dos señales más en lugares culminantes de la primera bahía y en una pequeña isla de la tercera, en que habíamos visto una cantidad de lobos marinos y pájaros. El comandante en jefe que con la Concepción aguardaba el regreso de la Victoria cerca del río de las Sardinas, hizo plantar una cruz en una pequeña isla al pie de dos montañas cubiertas de nieve de donde el río deriva su origen.

    En caso que no hubiésemos descubierto este estrecho para pasar de un mar a otro, el comandante en jefe tenía determinado continuar su derrota al sur hasta el grado 75 de latitud meridional, donde durante el verano no hay noche, o, al menos, muy poca; así como no hay día en invierno. Mientras nos hallábamos en el Estrecho no teníamos sino tres horas de noche, y estábamos en el mes de octubre. La costa de este Estrecho, que del lado izquierdo se dirige al sudeste, es baja: dímosle el nombre de Estrecho de los Patagones. A cada media legua se encuentra en él un puerto seguro, agua excelente, madera de cedro, sardinas y marisco en gran abundancia. Había también hierbas, y aunque algunas eran amargas, otras eran buenas para comer, sobre todo una especie de apio dulce que crece en la vecindad de las fuentes y del cual nos alimentamos a falta de otra cosa mejor: en fin, creo que no hay en el mundo un estrecho mejor que éste.

    En el momento en que desembocábamos en el océano, presenciamos una caza curiosa que algunos pescados hacían a otros. Los hay de tres especies, esto es, dorados, albacoras y bonitos, que persiguen a los llamados peces voladores. Estos, cuando son perseguidos, salen del agua, despliegan sus nadaderas, que son bastante largas para servirles de alas, volando hasta la distancia de un tiro de ballesta: en seguida vuelven a caer al agua. Durante este tiempo, sus enemigos, guiados por su sombra, les siguen y en el momento en que vuelven a entrar en el agua, los cogen y se los comen. Estos peces voladores tienen más de un pie de largo y son un excelente alimento.

    Durante el viaje cuidaba lo mejor que podía al gigante patagón que estaba a bordo, preguntándole por medio de una especie de pantomima el nombre de varios objetos en su idioma, de manera que llegué a formar un pequeño vocabulario: a lo que estaba tan acostumbrado que apenas me veía tomar el papel y la pluma, cuando venía a decirme el nombre de los objetos que tenía delante de mí y el de las maniobras que veía hacer. Entre otras, nos enseñó la manera con que se encendía fuego en su país, esto es, frotando un pedazo de palo puntiagudo contra otro, hasta que el fuego se produzca en una especie de corteza de árbol que se coloca entre los dos pedazos de madera. Un día que le mostraba la cruz y que yo la besaba, me dio a entender por señas que Setebos me entraría al cuerpo y me haría reventar. Cuando en su última enfermedad se sintió a punto de morir, pidió la cruz y la besó, rogándonos que le bautizáramos; lo que hicimos dándole el nombre de Pablo.

    Miércoles 28 de noviembre, desembocamos por el Estrecho para entrar en el gran mar, al que dimos en seguida el nombre de Pacífico, y en el cual navegamos durante el espacio de tres meses y veinte días, sin probar ni un alimento fresco.

    Antonio Pigafetta. Primer viaje alrededor del mundo.