El hombre fulminado
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    Mucho se cuidaban los hombres de no cruzar el mar en determinadas épocas y mucho temían perder el regreso en sus infinitos caminos. Pero, aun así, soñaban con sus ondas y con las tierras de sus riberas. De estos sueños surgieron los mitos y las leyendas de sus héroes, capaces, ellos sí, de recorrer de oriente a occidente el mar, desde el Ponto a las Columnas de Hércules. Los viajes y trabajos que este forzudo personaje, símbolo de todos los esfuerzos humanos, realiza son un periplo completo por las dos orillas del Mediterráneo. La búsqueda de Gerión y sus rebaños llevará al bravo Hércules a Iberia, para regresar bordeando la costa de la actual Francia hasta Roma, donde asesinará a Caco. De nuevo se verá empujado a los límites del mundo occidental conocido, para robar las manzanas del jardín de las Hespérides, tras lo que emprenderá después el camino de regreso por tierras de Libia y Egipto.

    Los lugares visitados por los mitos se convierten en leyendas, las ciudades adquieren una memoria luminosa que aún el viento parece recordar. La trama de sus calles está tejida con la historia y la vida, de modo que es imposible separarlas. En las grandes ciudades portuarias parece que aún estén anclados los navíos de todos los siglos.

     

    Los secretos de Marsella

    Nunca he vivido en Marsella y solamente una vez en mi vida desembarqué allí, bajando de un paquebote, el d'Artagnan pero Marsella pertenece a quien viene de altamar. Marsella olía a clavel picante, aquella mañana.

    Marsella es una ciudad de mi agrado. Actualmente es la única capital antigua que no nos abruma con los monumentos de su pasado. Su prodigioso destino no salta a los ojos ni nos deslumbran su fortuna y riqueza, ni tampoco nos deja estupefactos por su aspecto ultra-ultra (como tantos otros puertos up to date) el modernismo del primer puerto de Francia, el más especializado del Mediterráneo y uno de los más importantes del globo. No es un centro arquitectónico, religioso, literario, académico ni artístico. No es en absoluto producto de la historia, de la antropogeografía, de la economía política ni de la política, monárquica o republicana. Hoy día parece aburguesada y populachera. Tiene un aire bonachón y campechano. Es sucia y desgarbada. Pero no por ello deja de ser una de las ciudades más misteriosas del mundo, una de las más difíciles de descifrar.

    Creo, sencillamente, que Marsella ha tenido suerte, y que de eso le viene su exuberancia, su magnífica vitalidad, su desorden, su desenvoltura. Sí, Marsella me agrada, y me gusta que con su situación, una de las más bellas en la ribera del Mediterráneo, parezca darle la espalda al mar, enfurruñada, haberlo desterrado fuera de la ciudad (la Canabiére no conduce al mar, sino que se aleja de él), cuando el mar es su sola razón de ser, de trabajar, de afanarse, especular, construir, extenderse, y cuando todo el mundo, desde la primera fortuna de la ciudad hasta el más famélico de sus raqueros, vive a sus expensas.

    Es que en Marsella se tiene la impresión de que todo ha sido relegado: el mar, detrás de las colinas desérticas; y el puerto, muy lejos, de modo que, construidas en serie sus calles tortuosas, sus callejones, puede encontrarse gusto hasta en lo que tiene de feo: la aglomeración de sus tristes e interminables casas de pisos, encaballados, los cuatro edificios insignificantes del II Imperio o de la III República, dispersos por la ciudad; las fábricas nuevas y las refinerías; los viejos molinos de aceite, que se encuentran un poco por todas partes, los palacios italianizantes de los nuevos ricos o sus pretenciosas villas sirias, el estilo ofensivo de Notre-Dame de la Garde y de la catedral, la falsa fachada y la escalinata faunesca de la estación Saint-Charles, o el ridículo gasómetro de la Viste, o la enternecedora silueta del puente-transbordador para el cual los marselleses, tan aficionados a los diminutivos familiares, no han encontrado nunca un apelativo cariñoso por el estilo de «La Toinette» o «La Guépe» o «La Veuve Joyeuse». Porque este inmenso pórtico, como todo lo demás, parece perdido en la ciudad, y realmente nada de eso tiene importancia alguna. Por lo demás, nadie les hace caso. Me parece increíble que en la guía «Michelín» o «Baedecker» puedan hablar de ellos en serio. Nunca Marsella intentó excederse, hacer ostentación, parecer grandiosa. Es una ciudad que sigue siendo humana. Carece de ruinas, y ¡qué lección para los urbanistas! Marsella, casi tan antigua como Roma, no posee monumento alguno. La tierra lo sepultó todo, todo es invisible. Esto pinta la buena suerte de Marsella, su suerte a secas, la suerte, esa suerte que Henrí Poincaré intentó en vano captar en una fórmula matemática, como saben todos los jugadores que han probado fortuna en el tapete verde haciendo sus cálculos a base de esa fórmula que se encuentra en las Oeuvres Complètes del eminente matemático. La suerte no se aprende; pero es un hecho, una coyuntura. Mirad a Marsella. Puede aprenderse a jugar a cartas. Hasta se puede aprender a hacer trampas en el juego. Pero la suerte no se aprende; se tiene o no se tiene. Y el que la tiene no alardea de ello. Se calla. Ahí está su secreto. Este aire de reserva con que uno tropieza a cada paso en Marsella…

    Apenas atracó el paquebote, salté al muelle, corrí a coger un taxi que me condujera a un café del puerto viejo como si yo fuera un traficante de opio ansioso de pasar el paquete; yo, que siempre vuelvo de mis viajes de ultramar con la risa en los labios, forrado de billetes y tranquilo pero, a escondidas de todos, con un puñado de poesías. Esta vez era poemas sobre la caza del elefante.

    De bar en bar, pronto hice muchas amistades, pues, al revés de Lisboa, que es la ciudad de los adioses, Marsella es la ciudad de las llegadas de la bienvenida. ¡Qué alegría! Qué calurosas recepciones, qué cordialidad; pero enseguida se adivina que, igual que en las «historias» marsellesas inventadas para engañar a los parisienses, a los turistas, aves de paso que quieren intimar con los marselleses y a cuya costa vive todo el mundo de pájaros de cuidado, explotándolos y exprimiéndolos hasta sacarles todo el jugo, esa cordialidad es una astucia más para engatusar a los curiosos, porque en Marsella se vive de puertas para adentro, sin admitir a curiosos. Esta mentalidad insular en una ciudad que es el centro de varias redes oficiales y ocultas que dan varias veces la vuelta al mundo es lo que más me sorprende. A pesar de su locuacidad, la gente en Marsella es reservada y dura. ¡Qué ciudad más enigmática, por Dios!

    Yo llegaba de Egipto y del Alto Sudán. Antes de dar la vuelta al puerto viejo, ese foro acuático para ir a pie Chez Félix en el Quai de RiveNeuve, un tabernucho corso cuya dirección me dio Víctor, el camarero del d'Artagnan, y a donde había invitado yo a mis compañeros de viaje, quise ir a ver la cabeza de San Lázaro, personaje que me apasiona porque es el patrón de los leprosos y porque el primer hombre que maté era un leproso. Pero ése es otro asunto. Marsella, casi tan antigua como Roma, no tiene monumento alguno. Salí yo de la antigua catedral de la Majour, donde está el altar de San Lázaro y donde se conserva su cabeza, sin haber logrado que me enseñaran las reliquias, porque el sacristán estaba en la compra, según me dijeron; salí de lo que queda en pie de esa humilde y chaparra iglesia románica, a la que han dado por doble una insolente catedral nueva, la Majeure, de un estilo según la moda románico-bizantina, o sea muy desconcertante. Desemboqué en el Quai du Port, después de encontrar la salida de un dédalo de callejuelas sin nombre, repitiendo para mis adentros: todo ha vuelto a la tierra, todo está sepultado, la historia de Marsella es un misterio. En el muelle, me volví. Al fondo de un sórdido callejón sin salida, en lo alto de una rampa de piedras desencajadas en un terraplén, con las paredes inclinadas apuntaladas, destacándose en negro por encima de las fachadas leprosas, que parecían tanto más enfermas por lo mucho que las iluminaba el sol de la mañana, de las casas agrietadas de la calle Caisserie que lo dominaban, divisé el pobre campanario agujereado de Accoules. ¿Y el famoso templo de Diana de Éfeso, bajo uno de cuyos pequeños pórticos (un pórtico lateral transformado mucho después en el oratorio del mismo nombre) Santa Magdalena predicó para evangelizar a los masaliotas? No queda nada, todo ha sido olvidado. Derribaron el pequeño oratorio cristiano hace menos de un siglo, y no quedan ni ruinas del inmenso templo pagano. Todo ha vuelto a la tierra, todo ha sido sepultado. La historia de Marsella continúa siendo un misterio. Me vuelvo otra vez. Me siento en un bitón, al borde del mar. Enciendo un cigarrillo. ¿Y de la férula regia y su fuerte tradición, qué queda? Las casas consistoriales, una puerta, una balaustrada, un escudo, dispersos, en el barrio viejo que acabo de recorrer; aquí, en el Quai du Port, las piedras del muelle; al final, el refuerzo de un fortín; al frente, las dársenas actuales, un varadero, las antiguas dársenas de las galeras, el cercado de los galeotes. El destino de Marsella es maravilloso; asaltada, pillada, incendiada por los sarracenos, los normandos, los españoles y los borgoñones, saqueada casa por casa repetidas veces, Marsella subsiste en el mismo lugar, insolente, feliz de la vida y más independiente que nunca.

    ¡Vaya suerte! Esto me deja pensativo. ¡Qué ciudad!

    Después de esa constante, la tradición del lenguaje humano, que ha persistido desde el alborear de los tiempos, desde el origen de la humanidad hasta nuestros días con la misma genial superabundancia e inagotable riqueza poética, lo cual me parece el más bello ejemplo de la ley de constancia intelectual vislumbrada por Rémy de Gourmont, como escribo en el prólogo de mi Anthologíe Nègre. He aquí otro ejemplo más patético todavía: Marsella, Marsella, la bullanguera, la del vocabulario popular, profuso y sonoro como el mistral cuando sopla, y cuyo genio tutelar parece ser el genio de la elocuencia, que es también el genio de la intriga, genio que se manifiesta en el curso de una lenta, larga, singular y sanguinaria e ininterrumpida iniciación que va desde los misterios del culto de la Diana de Éfeso a los conciliábulos secretos de Carbone, sin olvidar las reuniones ocultas de los primeros cristianos en las catacumbas del «Paradis», alrededor de «la confession Saint-Lazare», ese asiento tallado en la roca viva, monumento subterráneo de la confesión auricular. Lázaro, el amigo personal de Nuestro Señor que murió de enfermedad, con el pecho reseco por los ardores de la fiebre, a los treinta años, y a quien Jesucristo resucitó cuatro días más tarde, que vivió treinta años más después de resucitar y murió por segunda vez el 31 de agosto del año 63 en Marsella, donde lo degollaron en época de Domiciano; San Lázaro, primer obispo de Marsella, primer mártir de las Galias, cuyo cuerpo hicieron desaparecer y escondieron en lo más profundo de una cripta, dentro de un sarcófago anónimo, reliquia insigne a cuyo alrededor se va constituyendo poco a poco un santuario entre las tumbas, por la aportación de un sinfín de sarcófagos cada vez más ricos, pero cristianos, a causa del número cada vez mayor de mártires (sarcófagos cada vez más ricos pero cada vez más bárbaros, debido a que los nuevos cristianos no frecuentaban las academias paganas de escultura y pintura porque estaban llenas de ídolos); camposanto llamado «Le Paradis», lugar escogido por Casiano para construir el monasterio (el primero de Europa) y cuya, iglesia, que se remonta al siglo V, fue dotada por Carlomagno en 814, reconstruida encima de sus ruinas después de la expulsión de los moros y consagrada por el Papa Benedicto IX en 1040, fortificada e invadida por los cruzados leprosos de regreso de Tierra Santa: la iglesia de San Víctor, que sigue permaneciendo en pie, precisamente detrás de ese lugar maldito, el antiguo presidio, la actual dársena de carenado; San Víctor, que sería la basílica más venerable de Francia si Viollet-le-Duc no hubiese pasado por allí para convertir, con la excusa de restaurarlo, ese palacio del Espíritu en «un antiguo edificio de aspecto gótico…»; pero, como llevo dicho ya, los monumentos no tienen importancia alguna en Marsella.

    Vuelvo a ponerme en marcha para acudir a la cita.

    Decidme, ¿qué deben de cuchichearse al oído esos individuos sentados en los cafés o parados, en grupos de dos o tres, en las esquinas, y que se callan de pronto cuando uno se acerca, o parecen tener un candado en la boca si uno entra? ¿Órdenes de Bolsa, secretos del tráfico de drogas, santo y señas, o qué?

    Renuncio a averiguarlo.

    Es un enigma.

    Griego.

    «Oh, extranjero, yo te explicaré el enigma de esta pintura que parece maravillarte tanto. Vosotros, los griegos, tenéis a Mercurio por dios de la elocuencia; nosotros, los galos, hemos escogido a Hércules por ser el más fuerte; y no es de sorprender que lo representemos anciano, porque la elocuencia alcanza su máxima fuerza en la vejez. Uno de vuestros poetas lo ha dicho con razón: “El espíritu de la juventud es oscuro; la que sabe hablar sensatamente es la vejez.” Ese viejo Hércules que no es otra cosa que la elocuencia personificada arrastra a su pueblo entero atado a su lengua por la oreja; ahora bien, tú no ignoras la relación existente entre oreja y lengua… En resumen, nosotros pensamos que ese Hércules, hombre juicioso y persuasivo, conquistó el mundo con la palabra. Sus flechas son sus frases agudas, ingeniosas, ágiles, que penetran el alma; por eso vuestro Homero dota de alas a las palabras y las llama emplumadas.»

    Así se expresaba un filósofo transalpino, explicándole a Luciano, el satírico, una pintura que representaba a un anciano armado, como el Hércules griego, con el mazo y el arco, y revestido con la piel de león, pero a quien esos cautivos seguían alegremente, atados por la oreja a cadenas de oro y ámbar que salían de su boca. Ese inmortal llevaba el nombre de Ormius, en el que algunos creen reconocer la palabra gaélica ogham, que significa «la escritura».

    El hombre fulminado. Blaise Cendrars.