Se llama compás a la brújula que sirve para gobernar,
es decir, conducir en la dirección correcta un buque. Esta brújula
marca hasta treinta dos rumbos, que también se denominan vientos.
Cada uno está separado por 11º y 15´, puesto que,
al ser una circunferencia, la rosa náutica tiene 360º. Así
pues, cuando un barco toma un rumbo -o una cuarta, como también
se les denomina-, marca un viento, prueba del papel extraordinario que
ha jugado éste en el desarrollo de la navegación. Por
alguna razón, los rumbos también se llaman derrotas, tal
vez porque siempre es el viento el que gobierna el mar y vence.
Todo el arte y la ciencia náutica están llenos de palabras
que tienen relación con los vientos: “irse con viento fresco”
no quiere decir sino navegar con todo el velamen desplegado. Sotavento
es ir en la dirección del viento, y barlovento hacerlo en dirección
contraria hacia el lugar del que proviene el viento. Virar es cambiar
el rumbo y girar a favor del viento.
Viremos y con viento fresco empecemos el viaje:
A partir de ahora será en otro lugar
que no dice su nombre
en otros alientos y en otras llanuras
donde deberás
más ligero que un ovillo de cardo
desaparecer en silencio
al encontrar el viento en los caminos.
Nicolas Bouvier
Los trabajadores del mar
Para el compás, hay treinta y dos vientos, es decir, treinta y
dos direcciones, pero éstas pueden subdividirse infinitamente.
El viento, clasificado por direcciones, es incalculable; clasificado
por especies, es infinito.
Hasta Homero retrocedería ante esta enumeración.
La corriente polar choca con la corriente tropical. El frío y
el calor se combinan, el equilibrio comienza con un choque del que surgen
las ondas de los vientos, inflamadas, dispersas y desmenuzadas en chorros
feroces hacia todas las direcciones.
Esta dispersión de los soplos sacude, en las cuatro esquinas
del horizonte, el prodigioso desmelenamiento del aire.
Hay corrientes de todo rumbo: el viento del Gulf Stream que tanta bruma
vierte en Terranova; el viento del Perú, región de cielos
mudos donde el hombre jamás ha escuchado los truenos; el viento
de Nueva Escocia, donde vuela el Gran Auk, Alca impennis, de pico rayado;
los torbellinos de Hierro de los mares de China; el viento de Mozambique
que maltrata a las pagayas y los juncos; el viento eléctrico
del Japón, delatado por el gong; el viento de África,
que habita entre la montaña de la Mesa y la montaña del
Diablo y que se desencadena desde ahí; el viento ecuatorial,
que pasa por encima de los vientos alisios y traza una parábola
cuya cima apunta siempre al Oeste; el viento plutónico, que sale
de los cráteres y es un temible soplo ardiente; el extraño
viento del volcán Awu, que siempre hace surgir por el Norte una
nube cetrina; el monzón de Java, contra el cual se construyen
las casamatas denominadas «casas de huracán»; el
cierzo que se ramifica, que los ingleses llaman bush, arbusto; los chubascos
arqueados del estrecho de Malaca, observados por Horsburgh; el poderoso
viento de Suroeste, llamado Pampero en Chile y Rebojo en Buenos Aires,
que se lleva al cóndor mar adentro y lo salva del foso donde
le está esperando, bajo una piel de vaca aún fresca, un
salvaje tumbado boca arriba que mantiene su enorme arco tenso con los
pies; el viento químico que, según Lemery, forma en las
nubes piedras de trueno; el harmattan de los Cafres; el quitanieves
polar que, uncido a los bancos de hielo, arrastra las nieves eternas;
el viento del Golfo de Bengala, que llega hasta Nizhni Novgorod para
saquear el triángulo de barracas de madera donde se celebra la
feria de Asia; el viento de las Cordilleras, agitador de grandes olas
y de grandes bosques; el viento de los archipiélagos de Australia,
donde los cazadores de miel buscan colmenas salvajes escondidas bajo
las axilas de las ramas de los eucaliptos gigantes; el siroco, el mistral,
el hurricane, los vientos de sequía, los vientos de inundación,
los diluvianos, los tórridos, los que llenan las calles de Génova
de polvo de las llanuras de Brasil; los que obedecen a la rotación
diurna y los que la contrarían, que hacen que Herrera diga: Mal
viento torna contra el sol; los que van por parejas y se han puesto
de acuerdo para trastocarlo todo, pues el uno deshace lo que hace el
otro; los viejos vientos que asaltaron a Cristóbal Colón
en la costa de Veraguas; los que, durante cuarenta días, del
21 de octubre al 28 de noviembre de 1520, pusieron en jaque a Magallanes
en el Pacífico; y los que desarbolaron la Armada Invencible y
soplaron sobre Felipe II. Y aún hay más, ¿cómo
poner punto y final? Los vientos portadores de sapos y saltamontes que
impulsan las nubes de bestias por encima del océano; los que
realizan lo que se conoce como «el salto de viento» y que
tienen la función de rematar los naufragios; los que, con un
solo soplo, desplazan de golpe la carga de un barco, obligándolo
a proseguir su ruta inclinado; los vientos que construyen los circumcúmulos
y los vientos que construyen los circumestratos; los pesados vientos
ciegos tumefactos de lluvia, los vientos de granizo, los vientos de
la fiebre, aquellos cuya proximidad pone en ebullición los volcanes
y sulfatares de Calabria; los que provocan destellos en la piel de las
panteras africanas que rondan por la maleza del cabo Fer, los que llegan
agitando fuera de su nube espantosos rayos bifurcados como una lengua
de trigonocéfalo, los que traen las nieves negras.
Los trabajadores del mar.Víctor Hugo.
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