Siempre fue el Mar Negro un mar fascinante por sus características
especiales, ya que es el mayor depósito planetario de ácido
sulfhídrico. A doscientos metros de la superficie no hay oxígeno
ni vida. Pero en él vierten sus aguas cinco grandes ríos
europeos: el Kubán, el Don, el Dniéper, el Dniéster
y, sobre todo, el Danubio. En el Mediterráneo sólo desembocan
tres: el Ródano, el Nilo y el Po. El Mar Negro es la masa de
agua muerta más grande del mundo, pero su superficie y sus orillas
han estado siempre vivas. En él han confluido pueblos nómadas
y sedentarios, mongoles, hebreos, sármatas, griegos, escitas...
Los escitas. Los jinetes del viento
A los pueblos nómadas se les llama a veces los hijos del viento;
aparecen y desaparecen en las extensas llanuras del mundo después
de haberlas recorrido durante siglos. Sus caballos y sus palabras se
mezclan con la tierra que cruzan y con los pueblos de las orillas y
las montañas. Muchos perdieron su nombre y no tienen más
que el que otros les han dado en sus libros. Los griegos que le dieron
tantas palabras al mundo, le dieron nombre y mito a los escitas con
los que comerciaban en el mar Negro. No levantaron ciudades importantes
que hoy pueda recobrar la arqueología, pero su ánimo inventor
y el desarrollo del comercio, los convierten en una cultura esencial
para comprender el desarrollo de la civilización.
Pueblo de pueblos, los escitas quizás fueron los skolotai griegos,
pero también los Saka persas. Saka es una palabra escita que
significa ciervo y no es extraño, pues hay bellas imágenes
de este animal en los pocos restos que de ellos ha dejado el tiempo.
Habilísimos cazadores, la leyenda dice que una liebre que cruzara
podía alejarlos del campo de batalla. No conocieron la escritura,
pero sus periplos hicieron muy corta la distancia entre los extremos
de Asía y Europa.
Durante dos mil años se movieron en la inmensidad euroasiática
sirviendo de puente entre culturas tan distantes como las escandinavas,
celtas y sarmáticas. Sus ciervos y reproducciones de animales
nos han enseñado que este arte de tallar sus presas surgió
entre los cazadores siberianos, de los que pasó a los pastores
nómadas de las estepas de Asia central y de estos a los escitas,
tracios y celtas. El viento alimenta cosas fantásticas; hay representaciones
del “galope volador” de animales en Micenas, en China, en
Siberia y en Persia. En algunos lugares se cree que era la representación
del alma, liberada por el chamán.
Los pueblos son como las olas: es difícil separar unas de otras;
el rastro de su espuma en la orilla es lo que el tiempo deja entre nosotros,
pero su origen es incierto. Por eso cuando se habla de movimientos de
pueblos se habla de oleadas. Estas olas, entonces y ahora, no las levanta
el viento, sino el hambre. Hacia el año mil una sequía
destruyó la agricultura en las llanuras de Asia central, convirtiendo
a sus habitantes en pastores nómadas. Desde allí llegaron
primero al altiplano iraní, de donde fueron expulsados por los
medos, y - tras el enfrentamiento con los masagetas, que los derrotaron
- avanzaron hasta el norte del Mar Negro, donde entraron en contacto
con los griegos, que también asentaron en este mar algunas de
sus colonias y denominaron a la zona el Ponto. A los griegos debemos
la mayor parte de las informaciones que tenemos de ellos; su vida y
costumbres quedaron dibujadas en las cerámicas helenas y el curioso
Herodoto, en su afán de relatar cuanto era entonces conocido,
los situó en el orbe. En su descripción recoge al menos
cuatro versiones sobre le origen de los escitas, para después
enumerar la profusión de pueblos asentados bajo este nombre,
incluyendo los llamados griegos escitas, los que él denomina
escitas labradores y los que se dedican al pastoreo en tierras señoreadas
por el Bóreas.
Quizás por el temor que sienten los pueblos sedentarios hacia
los nómadas, los griegos pensaban que estos eran pueblos salvajes
y terribles, y aceptaban sobre ellos leyendas fantásticas, lo
que no les impedía mantener con ellos un comercio regular y provechoso.
La tierra abierta es la que nos ha contado estas cosas, enseñando
los objetos llegados de muy lejos que duermen en las tumbas milenarias.
No solamente en el mar Negro, también en el Altai, se han descubierto
unos enterramientos denominados “túmulos de hielo”
de mediados del primer milenio antes de Cristo. En ellos los fríos
de la zona han tenido la gentileza de conservar pieles, maderas y hasta
telas que nos brindan una imagen diferente de estos pueblos, marcados
por un profundo sentido estético que les impulsaba a decorar
todos los objetos de uso cotidiano generalmente con graciosos motivos
animales, dejando constancia así de su profunda relación
con la naturaleza. El Hermitage de San Petersburgo muestra hoy procedente
de la colección del zar Pedro I una hermoso repertorio hallado
en Kunstacamera en 1859-1860, compuesto en su mayoría por escenas
de animales tanto reales como fantásticos, en los que se puede
ver la influencia del arte iraní. ¡Cuántas cosas
viajan con el viento y qué cosas fabulosas podría contar!
Un historiador tan brillante como Felipe Fernández-Armesto ha
relacionado estas culturas esteparias con la de los indios de las praderas
encontrando curiosos elementos en común.
Los escitas en su continuo movimiento debieron de llegar incluso al norte
y oeste de China donde los historiadores de la época hablan de
tribus a las que denominan zhun zhun dilin, y posteriormente los hiong
un. Esta gran indeterminación geográfica, y los numerosos
pueblos que agrupamos con este nombre, alimentan la confusión
y hacen más complicado su estudio.
No debía resultar difícil entenderse con ellos, pues su
lengua de origen indoeuropeo, estaba al parecer emparentada con las
iranias. Para reconstruir la historia de los escitas hay que acudir
a beber de muchas fuentes: Herodoto, pero también la Biblia y
las fuentes Persas y Asirias. Por ellas se sabe que penetraron en el
Oriente Medio persiguiendo tal vez a los cimerios en torno al 670 a.C.
Demostraron tener un increíble valor y habilidad como guerreros,
tanto que alguno de sus jefes se incorporaron a la jerarquía
asiria, pero no permanecieron mucho entre ellos; cargados de trofeos
regresaron a sus dominios del Cáucaso. Pocos años más
tarde realizaron nuevas incursiones llegando incluso a las fronteras
egipcias, hecho este que recoge la Biblia (Jeremías 51, 27).
Tras estas incursiones y con una frontera que iba desde el Cáucaso
al Danubio, disfrutaron de un periodo de estabilidad, dedicándose
sobre todo al comercio con los griegos, hasta que el emperador Darío
I en torno al 512 a.C. cruzó el Danubio con un enorme ejército,
bien por asegurar sus fronteras o para después amenazar a los
griegos. Los escitas, utilizando la técnica de atraerlos hacia
ellos y después agotarlos en persecuciones a caballo, consiguieron
alejarlos. A esta época de conflictos con los persas y de gran
esplendor artístico sucedió un reforzamiento de las posiciones
de los escitas, que los terminaría conduciendo a un conflicto
con los macedonios en la época en que reinaba Filipo II de Macedonia,
el padre de Alejandro Magno, por el que fueron derrotados y su rey,
Ateo, muerto. Volverían a entrar en conflicto con los macedonios
y con el propio Alejandro con el que terminarían firmando la
paz y disfrutando de un breve periodo de gran prosperidad en el que
levantaron hermosos túmulos, hasta que cerca del año 300
a.C. se hunden en las noches oscuras de la historia sin que aún
se haya averiguado por qué; puede que hubiera un ligero cambio
en el clima o que sucumbieran a un nuevo pueblo que galopaba desde las
estepas: los sarmatas. Al menos esta fue la cultura que, adoptando buena
parte del legado escita, los suplantó en el Asia central.
La estepa asiática siguió siendo un enorme camino sobre
el que galopaban multitud de pueblos, los jinetes del viento.
|