Seguramente el canto entre los marinos del norte, como entre los griegos,
acompasaba las olas e infundía valor. Estos sagaces marineros
habían colonizado Groenlandia, a la que llamaron la “Tierra
verde” para animar a la población a asentarse en ella,
y con esta base cruzaron el Atlántico y llegaron a las costas
de América. Allí recogieron madera y repararon sus barcos,
pero no se asentaron, estas tierras estaban demasiado lejos de su punto
de partida y tampoco ofrecían un botín fácil. Su
riqueza estaba en las hermosas praderas, los bosques y las montañas
que eran recorridos por las tribus de indios y por el viento.
Las praderas de Norteamérica
Un espacio sin final se abría ante los ojos de los colonos europeos.
Traspasados los Apalaches, de manera triangular y desde el Escudo Canadiense,
se abren paulatinamente las llanuras norteamericanas, un lugar llamado
al contraste climático en razón al escalonamiento latitudinal,
pero también por la disposición meridiana de las formaciones
montañosas que en el este y el oeste enmarcan al territorio estudiado
y acentúan la continentalización interior: los Apalaches
y las Rocosas.
Nos encontramos, ante todo, frente a un espacio de dimensiones inmensas,
dominado por la circulación meridiana de masas de aire polares
y tropicales, que se traducen en olas de frío o calor respectivamente.
Pero además, a medida que el territorio se aleja de los Apalaches,
la continentalización se va haciendo cada vez más importante,
extrema en algunos puntos al pie de las Rocosas, y, con ello, la colonización
de plantas en los espacios naturales varía igualmente.
En las latitudes más septentrionales de las llanuras, donde los
inviernos se presentan fríos y los veranos templados, el bosque
de confieras se presenta como una prolongación del escudo canadiense,
pero a medida que descendemos en latitud aparece el paisaje típico
de la llanura, representado por el dominio de las altas herbáceas,
gramíneas, en un porcentaje que supera el 90 % y que muestran
una perfecta adaptación a la mayor evapotranspiración.
A medida que nos acercamos a las rocosas, la disminución de las
precipitaciones produce la aparición de plantas xerófilas,
con una tipología típica radicular extensa, tallo leñoso
y rastrero y hojas transformadas en espinas o coriáceas. Por
el sur, las llanuras se agrandan hacia el Golfo de México.
Podríamos, por lo tanto, resumir algunos de los rasgos geográficos
principales de estos espacios regionales. Geológicamente nos
encontramos ante una cuenca sedimentaria, antiguo afloramiento paleozoico,
hundido por una intensa tectónica de fractura, lo que dio lugar
a una enorme cuenca de colmatación.
Esta cuenca posee un eje fluvial fundamental, la cuenca Mississippi-Missouri,
que constituyó, y constituye aún hoy en día, una
vía de comunicación y transporte primordial, ya que la
plenitud dominante permite una intensa navegación, al tiempo
que su importante caudal ha propiciado la formación de uno de
los deltas más extensos del planeta.
Junto a lo anterior, variabilidad de temperaturas que aumentan de norte
a sur, y de precipitaciones, que disminuyen de este a oeste, y, en relación
a ello, bosque de coníferas en la zona boreal, praderas hacia
el este y estepa en el oeste.
Sin embargo, este espacio aparece hoy profundamente antropizado, modificado
desde su colonización. A los aspectos puramente físicos,
habría que añadir los relativos a la geografía
humana, que han hecho de este territorio un lugar de explotación
peculiar desde sus inicios.
La insuficiente población colonizadora y la vastedad de los espacios
propició un sistema de aprovechamiento basado fundamentalmente
en el carácter extensivo, el "dry farming", que a la
postre definirá por entero el medio oeste norteamericano. Así,
para el repartimento de las praderas centrales, se utilizó el
"township", que fragmentaba el territorio en cuadrículas
regulares de una milla de lado, dividida a su vez en cuatro lotes de
64,6 hectáreas, ampliadas a 260 hacia los espacios más
áridos del oeste. Hacia el sur nacieron plantaciones y al oeste,
los inmensos ranchos ganaderos, donde la aridez motivó aún
más las enormes extensiones de las propiedades, algunas de las
cuales superan las 1000 hectáreas. Sobra decir, por otro lado,
que en este proceso colonizador de apropiamiento y reparto de tierra,
la población autóctona indígena fue paulatinamente
arrinconada, desplazada y, en última instancia, exterminada,
sustituyendo el carácter comunal que hasta entonces tenía
la tierra, por uno puramente privado y capitalista.
En virtud de lo anterior, las praderas norteamericanas presentan una estructura
tradicional basada en enormes franjas de cultivo conocidas como cinturones,
cada uno de ellos especializado en el cultivo o aprovechamiento más
adecuado a sus condiciones climáticas y litológicas.
Se trata de una agricultura alejada del concepto tradicional que se posee
en Europa, presentando, por el contrario, un carácter puramente
industrial y de mercado, desvinculándose en muchos casos del
"amor al terruño" de las pequeños policultivos
mediterráneos o de los "bocages" atlánticos,
donde la tierra es una prolongación de propio hogar. En Norteamérica
se impone el "dry farmig" en sus diferentes modalidades (corn
belt, wheat belt…), presentándose como monocultivos intensamente
mecanizados.
Pero además de esta agricultura singular, en estos espacios centrales
se han afianzado una importante actividad secundaria de carácter
estratégico, basada en los yacimientos existentes de carbón
e hidrocarburos. Y al lado, ciudades que ordenan el territorio y se
constituyen en referencia espacial (Indianápolis, San Luis, Kansas
City, Denver, Salt Lake City…)
No es difícil imaginar el reto que los colonos tuvieron delante
de sí ante la inmensidad nueva que se abría hacia el horizonte.
A estas tierras llegaron europeos hastiados por el Antiguo Régimen,
por un sistema de propiedad y tenencia basado en los viejos privilegios
y en la desigualdad social. Cruzaron el Atlántico buscando una
nueva vida que, sin embargo, levantaron sobre la usurpación de
los derechos de los indígenas. Para el antiguo tercer estamento
europeo, las praderas debieron suponer, al menos en su inicio, el regreso
a la madre naturaleza.
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