Más al norte, más al norte. Más lejos, más
lejos. Es la voz que se oía en todos los continentes. El planeta
iba a ser conocido por completo, pronto no quedarían lugares
en blanco en los mapas ni tierras incógnitas. Pedro el Grande,
zar de todas las Rusias, fue quien por primera vez decidió explorar
territorios que poseía sin conocer, enviando al marino danés
Vitus Bering a explorar el extremo nordeste de sus dominios hasta Kamchatka
y luego a encarar el mar, ya en 1728. Desde entonces las exploraciones
hacia el este y hacia Siberia no cesaron. Demasiado pronto estas duras
tierras fueron empleadas como lugar de castigo.
El periodista ruso I.V. Shklovsky estuvo allí exiliado por
su condición de revolucionario viviendo entre los Yakutios. De
su experiencia dejó constancia en un libro fascinante: “El
lejano Noreste siberiano”. En él cuenta, entre otras cosas,
el temor reverencial que este pueblo siente hacia el viento del norte,
al que llaman “el jefe”.
También recorrió estas tierras con objeto de cartografiarlas
el explorador ruso Vladimir Arséniev. Entre 1902 y 1930 realizó
doce expediciones por el territorio costero desde Vladivostok hasta
Kamchatka, realizando una gran labor de documentación sobre todos
los aspectos de la vida en estos espacios: orografía, botánica,
fauna y también etnografía. Entre todas sus obras, “Dersu
Uzala” es la más conmovedora, dominada por la potente figura
de este pequeño cazador. Como su amado Dersu, Arseniev murió
en los bosques en una expedición por el curso del río
Amur. Hay una pequeña ciudad en medio de la Taiga que lleva su
nombre.
La navegación del lago Lefu
Hacia mediodía, llegamos al lago. Este mar de agua dulce —el
lago de Janka tiene 95 kilómetros de largo y una superficie de
2.400 kilómetros cuadrados— tenía en ese momento
un aspecto amenazante. Sus aguas hervían como en una caldera.
Después de nuestra larga marcha por los pantanos herbáceos,
el aspecto de esta gran superficie libre era muy agradable. Me senté
sobre la arena para contemplar el agua. Las olas tienen un atractivo
especial; se pueden pasar horas enteras viéndolas romper contra
la orilla. El lago estaba desierto; no se percibía ninguna vela
ni ninguna especie de barco.
Erramos junto a la orilla alrededor de una hora, abatiendo algunos pájaros.
—Los patos han cesado su vuelo —gritó el gola.
De hecho, el vuelo de los pájaros había cesado de golpe.
La bruma negra que velaba el horizonte se levantó súbitamente.
Ya no se veía más el sol. Nubes aisladas, de un color
blanquecino, parecían perseguirse a través del cielo sombrío.
Sus bordes rasgados pendían como trapos, como andrajos de algodón
gris.
—Capitán, tenemos que regresar rápidamente —dijo
Dersu—. Tengo un poco de miedo.
Debíamos, en efecto, pensar en el regreso al campamento. Nos reajustamos
rápidamente el calzado antes de volver sobre nuestros pasos.
Cuando llegué de nuevo a los grandes juncos, me volví
para echar una última ojeada sobre el lago. Sacudido de una orilla
a la otra, proyectaba una espuma amarillenta.
—El agua sube —notó Dersu observando la orilla.
Tenía razón; el viento impetuoso había empujado
las aguas del lago hacia la desembocadura del Lefu, y el río
se desbordaba e inundaba la llanura. Llegamos a un ancho brazo del río
que nos impidió el camino. Yo no creí reconocer este lugar;
Dersu no pudo tampoco. Me detuve para reflexionar un poco y volví
hacia la izquierda. Pero como el canal hacía una curva para seguir
en otra dirección, lo abandonamos para avanzar directamente hacía
el sur. Unos minutos más tarde nos encontramos con un pantano,
así que regresamos pronto al canal. Por otra parte, también
tuvimos que abandonar éste sin tardar, marchando ahora hacia
la derecha. Eso nos llevó a otro brazo, que vadeamos. Después
fuimos hacia el este para llegar bien pronto a una verdadera hondonada
pantanosa. Por fin, encontramos una banda estrecha de terreno seco,
formando una especie de puente a través del aguazal. Tanteando
el suelo con nuestros pies, recorrimos prudentemente más de quinientos
metros y llegamos a un espacio menos húmedo, pero siempre cubierto
de hierbas espesas. El pantano parecía franqueado definitivamente.
Miré mi reloj. Eran alrededor de las cuatro de la tarde, pero
el crepúsculo parecía haber llegado ya. Nubes pesadas
y muy bajas, corrían rápidamente hacia el sur. De acuerdo
con mis cálculos, no nos quedaban más que dos kilómetros
y medio para volver a nuestro campamento al borde del río. Una
colina aislada, situada frente a frente del campo, nos servía
de punto de referencia. De este modo, era imposible perdernos; a lo
único que nos exponíamos era a un retraso. Pero de improviso
nos encontramos frente a un lago importante. Cuando quisimos rodearlo,
resultó bastante largo. Tomando a la izquierda, hicimos alrededor
de ciento cincuenta pasos y llegamos a otro brazo del río, cuyo
curso formaba un ángulo recto con el lago. Entonces, elegimos
otra dirección y volvimos a encontrar pronto el pantano infranqueable.
Me decidí a intentar la posibilidad, marchando otra vez a la
derecha. Pero el agua no tardó en empapar nuestros zapatos y
no vimos frente a nosotros más que grandes charcos.
Era evidente que nos habíamos perdido. Como la situación
se agravaba, propuse al gold volver sobre nuestros pasos, a la busca
del istmo que nos había llevado a esta isla. Dersu consintió,
pero nos fue imposible, deshaciendo el camino, encontrar nuestro istmo.
El viento se apaciguó súbitamente. De lejos, escuchábamos
siempre el rugido del gran lago. Oscurecía, y los copos de nieve
se pusieron a revolotear por el aire. La calma no duró más
que algunos momentos, seguida de una ráfaga repentina. La nieve
cayó más fuerte.
—Tendremos que pasar la noche aquí —fue mi reflexión;
pero me acordé al instante de que en esta isla no había
leña, ni arbustos, nada más que agua y hierba. Aquello
me dio escalofríos.
—¿Qué vamos a hacer? —pregunté a Dersu.
—Tengo mucho miedo —respondió.
Sólo entonces comprendí toda la gravedad de nuestra situación.
Íbamos a quedarnos toda la noche, con la tempestad, en medio
de esos pantanos, sin fuego y sin ropa abrigada. No tuve otra esperanza
que Dersu, viendo en él la única posibilidad de salvación.
—Escucha, capitán —me dijo—, ¡escúchame
bien! Tenemos que actuar rápidamente; si no, es la muerte. Hay
que cortar pronto la hierba.
No le pregunté para qué podía servir aquello. Escuché
sólo esta orden:
—¡Pronto, a cortar la hierba!
Sacando rápidamente todas nuestras armas y municiones, nos pusimos
febrilmente a la tarea. Pero mientras yo recogía un puñado
que cabía en una mano, Dersu recogía más del doble
de esa cantidad. El viento soplaba por ráfagas, con una violencia
que nos permitía apenas permanecer de pie. Mis ropas comenzaron
a helarse. Cuando depositamos en tierra la hierba recogida, la nieve
la recubrió enseguida. El gold me prohibió cortar hierba
en ciertos lugares. Se enfadaba mucho cuando yo no le obedecía
al momento.
—¡No entiendes nada! —gritó—. A ti te
corresponde obedecer y trabajar. Yo sé lo que quiero.
Dersu se apoderó de nuestras bandoleras y de su cinturón
de cuero. Yo le di también cuerdas que encontré en mi
bolsillo y él escondió todo eso en su pecho. La oscuridad
y el frío no cesaban de aumentar. A pesar de la capa de nieve,
se podía todavía distinguir ciertas cosas en la tierra.
Dersu se movía a una velocidad sorprendente. Su voz tomaba a
veces tonos asustados e indignados. Eso me hacía volver a tomar
mi cuchillo y ponerme de nuevo al trabajo hasta el agotamiento. La nieve
que cubría mi camisa comenzó a fundirse y sentí
los hilillos de agua fría correr a lo largo de mi espalda. Creo
que pasamos más de una hora cortando así la hierba. El
viento penetrante y la nieve punzante me azotaban terriblemente el rostro.
Mis manos estaban heladas. Trataba de recalentarlas con mi aliento y
dejé caer mi cuchillo. Notando que cesaba de trabajar. Dersu
me gritó de nuevo:
—¡Capitán, manos a la obra! Tengo mucho miedo. La
muerte se aproxima.
Como yo objeté que había perdido mi cuchillo, me gritó
todavía, esforzándose en dominar con su voz el ruido del
viento:
—¡Arranca la hierba con las manos!
Casi inconsciente, como un autómata, rompí los juncos y
me corté las manos. Pero ahora tenía miedo de interrumpir
el trabajo y arranqué hierba hasta el momento en que me faltaron
por completo las fuerzas. Veía círculos que giraban alrededor
de mis ojos; mis dientes castañetearon y sentí que me
adormecía. Un pensamiento atravesó mi espíritu:
«¡Aquí está, es la muerte por el frío!»
Después, caí en una especie de sopor.
De golpe, sentí que alguien me sacudía por los hombros.
Era Dersu, que se inclinaba hacia mí diciendo:
—¡De rodillas!
Obedecí, apoyándome con las manos contra la tierra. El
gold me cubrió con su lona y se puso a echar hierba por encima.
Inmediatamente, tuve más calor. El agua congelada comenzó
a gotear por mis ropas. Dersu marchó mucho tiempo por todo alrededor,
amasando la nieve y apisonándola con sus pies. Un poco reconfortado,
volví a caer en una especie de sueño opresivo. Pero, de
nuevo, escuché la voz del gold:
—¡Capitán, córrete un poco!
Tuve que hacer un esfuerzo por apartarme. Dersu se deslizó en
la tienda improvisada, se acostó de lado junto a mí y
nos cubrió a los dos con su chaqueta de cuero. Extendiendo la
mano, palpé sobre mis pies el calzado forrado que ya conocía.
—Gracias, Dersu —le dije—. Cúbrete tú
también.
—Está bien, está bien, capitán —respondió—.
¡No hay que temer! He atado la hierba muy fuertemente. El viento
no podrá esparcirla.
Cuanto más nos enterraba la nieve, más caliente se ponía
nuestra choza. En su interior no caían ya más gotas. Escuchábamos
el viento que aullaba fuera, pero aquello recordaba los sonidos de las
sirenas o de las campanas. Vi en sueños como una fantasía
de danzas; después, tuve la sensación de una serie de
caídas cada vez más profundas y acabé por adormecerme
con un sueño sano y prolongado, que duró —supongo—
casi doce horas. Cuando me desperté, estaba oscuro y calmo. De
repente, noté que estaba solo.
—¡Dersu! —grité con miedo.
—¡Capitán! —me respondió una voz afuera—.
Sal un poco, hay que volver a nuestra verdadera madriguera.
Salí deprisa y me llevé instintivamente la mano a los ojos.
Todo estaba blanco de nieve. El aire era fresco y transparente. Helaba
todavía. Nubes deshilachadas atravesaban el cielo, que era azul
en ciertos lugares. Aunque hiciese todavía un tiempo gris y brumoso,
se presentía la aparición inminente del sol. La hierba
abatida por la nieve estaba esparcida por franjas. Dersu recogió
un poco de desperdicios secos y encendió una pequeña hoguera
para secar mis rodilleras.
Comprendí entonces por qué el gold me había impedido
cortar la hierba en ciertos lugares. Era para trenzarla y tenderla a
continuación, con la ayuda de correas y de cuerdas, por encima
de nuestra singular choza, a fin de que el viento no pudiera esparcirla.
Le di las gracias a Dersu por haberme salvado:
—¡Bueno, bueno! Hemos marchado y trabajado juntos. ¡Nada
de agradecimientos! —después añadió, como
si quisiera cambiar de conversación—: Muchos hombres han
perecido esta noche.
Adiviné que los «hombres» de que hablaba Dersu eran
seres con plumas. Tras demoler nuestro abrigo de hierbas, tomamos de
nuevo los fusiles y fuimos a buscar otra vez el istmo, que se encontraba
en realidad poco alejado de nuestro campo. Franqueado el pantano, avanzamos
todavía un poco hacia el lago de Janka y volvimos a continuación
hacia el este, tratando de llegar al curso principal del Lefu.
Después del huracán de nieve, la estepa parecía
inanimada y desierta. Los gansos, patos, gaviotas y mergos, habían
desaparecido todos. Pantanos cubiertos de nieve formaban grandes manchas
sobre el fondo amarillo betún. La marcha nos resultó fácil,
ya que ahora la tierra húmeda estaba congelada y podía
soportar fácilmente nuestro peso. Llegamos bien pronto al río,
y al cabo de una hora volvíamos a entrar en el campamento.
Olenetiev y Martchenko no se habían inquietado por nosotros, pensando
que habíamos encontrado al borde del lago algún abrigo
para pasar la noche. Yo me cambié de calzado, tomé un
té y me tendí cerca del fuego. Dersu durmió al
otro lado de la hoguera.
Dersu Uzala. Vladimir Arseniev.
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