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El mar
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    Más de tres siglos de aventuras y exploraciones fueron necesarios para sacar a los pueblos del norte de su vida blanca. La conquista de los hielos está llena de hazañas y gestos tan extraordinarios como los hombres que los llevaron a cabo. Wilson, el acompañante de Scott, murió con el peso de un ejemplar de poemas en la mochila. El peso entorpeció hasta lo insoportable sus últimos pasos, pero no se desprendió del libro: era prestado y quería devolverlo.

    Estos hombres pertenecieron a la era de las grandes exploraciones, cuando la libertad de los mares vino a sumarse a los avances de la técnica, la sustitución del hierro por la madera en los barcos, y de las velas por la máquina de vapor. Además creció de una manera desmedida el interés por los conocimientos geográficos y su difusión, en estos años se fundaron las principales sociedades geográficas europeas.

    No sabemos si los exploradores se afanaban en descubrimientos espectaculares como encontrar un paso entre los hielos que hiciera la comunicación de los océanos más rápida y barata, o si se buscaban a sí mismos en navegaciones tan peligrosas como fascinantes. De lo que no cabe duda es de las cualidades de estos hombres.

     

    Los mares de los polos

    Lo inútil, lo imposible, esto es lo más tentador para el hombre. De todas sus empresas marítimas, aquella en la que ha puesto mayor empeño es el descubrimiento en el norte de América de un paso para ir directamente desde Europa a Asia. El más mínimo sentido común habría hecho sentenciar de antemano que, si ese paso existía, en una latitud tan fría, en la zona erizada de los hielos, no serviría para nada y nadie querría pasar por él.

     

     

    Hay que tener en cuenta que esta región no posee la planitud de las costas siberianas, por las que se deslizan los trineos. Esta es una montaña de mil leguas, horriblemente accidentada, con profundas cortaduras; mares que de deshielan un instante para volver a helarse, pasillos entre hielos que cada año son diferentes, abriéndose y cerrándose tras nosotros. Este paso acaba de ser encontrado por un hombre que fue demasiado lejos y, al no poder volver sobre sus pasos, siguió adelante y lo atravesó (1853). Ahora ya se sabe lo que es. Las imaginaciones ya pueden descansar, puesto que ya nadie desea ir allí.

    Cuando he dicho lo inútil me refería al objetivo que había sido propuesto de establecer una vía comercial. Pero, intentando conseguir esta locura, se han encontrado muchas cosas utilísimas para la ciencia, la geografía, la meteorología y el estudio del magnetismo terrestre, cosas de ningún modo disparatadas.

    ¿Cuál era el proyecto original? Abrirse un camino más corto hasta el país del oro, las Indias orientales. Inglaterra y los otros estados envidiosos de España y de Portugal calcularon que por allí podrían sorprenderles en el corazón de su lejano imperio, en el santuario de la riqueza. Desde los tiempos de Isabel, buscadores que habían encontrado o creído encontrar algunas partículas de oro en Groenlandia, dieron valor a la vieja leyenda del Norte, el tesoro oculto bajo el polo, las masas de oro custodiadas por gnomos, etc. Y las mentes empezaron a soñar. Alentados por una promesa tan sumamente razonable se armó una gran flota de dieciséis barcos que llevaba como voluntarios a los hijos de las familias más nobles. Se pelearon por partir hacia este El Dorado polar. Y lo que encontraron fue la muerte, el hambre, las paredes de hielo.

    Pero este fracaso no les desanimó. Durante más de tres siglos, con una perseverancia desconocida, las exploraciones se consagraron intensamente a esta tarea. Fue una auténtica sucesión de mártires. A Cabot, el primero, sólo le salvó la insurrección de su tripulación, que le impidió ir más lejos. Brentz murió de frío y Willoughby de hambre. Cortereal pereció con todos sus bienes. Hudson fue abandonado por los suyos en una chalupa, sin víveres, sin velas y no se sabe qué fue de él. Bering, cuando encontró el estrecho que separa América de Asia pereció de cansancio, de frío y de miseria en una isla desierta. Ya en nuestros días, Franklin se perdió en los hielos y sólo se le pudo encontrar muerto, después de haber tenido él y los suyos la terrible necesidad de echar mano del último recurso (¡comerse unos a otros!)

    Desde que se inicia la navegación por estas aguas del norte se puede encontrar todo lo necesario para desalentar al hombre. Mucho antes del círculo polar, una fría niebla deja caer su peso sobre el agua, hastiándonos, cubriéndonos de escarcha. Las jarcias se atiesan; las velas se inmovilizan; el hielo en el pavimento del puente hace resbalar; las maniobras se vuelven difíciles. Los temibles escollos movedizos apenas pueden ser distinguidos. Desde lo alto del mástil, en su cabina cargada de escarcha, el vigilante (auténtica estalactita viviente) señala de cuando en cuando la aproximación de un nuevo enemigo, de un blanco y gigantesco fantasma, que frecuentemente levanta doscientos, trescientos pies del agua.

    Pero esta lúgubre procesión que anuncia el mundo de los hielos, esta lucha por evitarlos, parece que dan más ganas de ir más lejos. Lo desconocido del polo tiene el enigmático atractivo del horror sublime, del sufrimiento heroico. Los que llegaron al norte sin intención de llevar a cabo esta travesía y tuvieron ocasión de contemplar el Spitzberg, aún recuerdan la impresión que les produjo. Esta masa de picos, de cadenas, de precipicios, que eleva hasta los cuatro mil quinientos pies su frontal hecho de cristales, es como una aparición en este tétrico mar. Entre nieves sin brillo destacan sus glaciares, con sus vivos fulgores, verdes, azules, púrpuras, chispeantes, como su fuesen pedrerías, formando una deslumbrante diadema.

    Durante la noche de varios meses, la aurora boreal brilla a cada instante con el insólito esplendor de una siniestra iluminación. Extensos y horribles incendios llenan el horizonte como una erupción que dejase tras de sí regueros de lujo y esplendor; un fantástico Etna inunda de lava ilusoria la escena del invierno eterno.

    En esta atmósfera de partículas heladas en la que el aire sólo son espejos y pequeños cristales, todo es un prisma. Esto explica los sorprendentes espejismos. Numerosos objetos son vistos del revés, aparecen con la cabeza abajo por un momento. Las capas de aire que producen estos efectos están en constante revolución; la que se vuelve más ligera sube al instante, trastocándolo todo; la menor variación de temperatura hace bajar, subir, inclinarse al espejo; la imagen se confunde con el objeto, para luego separarse de él y dispersarse; una nueva imagen enderezada sube hasta arriba, mientras una tercera aparece pálida, debilitada, invertida.

    Es el mundo de la ilusión. Si os gustan los sueños, si soñáis con los ojos abiertos y os regocijáis viendo los improvisados movimientos y el jugueteo de las nubes, debéis ir al Norte; allí, en la armada de los hielos movedizos, podéis encontrar todo eso en estado libre y fugitivo. Ellos os ofrecerán este espectáculo a lo largo de todo el camino. Imitarán para vosotros todos los estilos arquitectónicos. Admiraréis el griego clásico, sus pórticos y columnatas. Aparecerán obeliscos egipcios, agujas que, apoyadas en agujas caídas, apuntan al cielo. Después veréis venir las montañas, el monte Ossa sobre el Pellón, la ciudad de los gigantes, que, normalizada, os dará ciclópeos muros, tablas y dólmenes druídicos. Debajo de ella se adentran sombrías grutas. Pero todo lo que os ofrecerá estará ya caduco; todo tiembla y se desploma bajo la fuerza del viento. El regocijo no es tal, porque todo carece de solidez. En este mundo al revés, la ley de la gravedad se queda en nada a menudo; el débil, el enclenque, sostienen al fuerte; parece como si fuera un arte insensato, un gigantesco juego de niños, que amenaza y realmente puede hacerse añicos.

    A veces se produce un incidente terrible. La caudalosa marea que, majestuosa y lentamente, viene del norte, se ve súbitamente atravesada por un gigante de base profunda, que, procedente del sur, hunde seiscientos o setecientos pies bajo la superficie y es violentamente impulsado por las corrientes submarinas. Todo lo que no se aparta es atropellado; al llegar a la llanura helada desembarca en ella, sin apurarse por nada. "Un banco de hielo de varias millas de extensión fue despedazado en un minuto. Fue un crujido, un trueno como cien piezas de cañón a la vez; fue como un temblor de tierra. La montaña corría detrás de nosotros; entre ella y nosotros todo eran bloques de hielo hechos añicos. Ya sucumbíamos, pero finalmente pasó volando, rápidamente empujada hacia el noroeste" (Duncan, 1826).

    Fue en 1818, después de la guerra europea, cuando se retomó esta guerra contra la naturaleza, la búsqueda del gran paso. Un serio y singular acontecimiento la reabrió. El valeroso capitán John Ross, enviado con dos navíos a la bahía de Baffin, fue víctima de las fantasmagorías de este mundo de los sueños. Vio nítidamente tierra que no existía y sostuvo que no se podía pasar. Ya de regreso fue aplastado; se le llegó a decir que no se había atrevido, ni siquiera se le permitió tomarse la revancha y reparar su honor. Un comerciante de licores se jactó de hacer más que el Imperio Británico. Le dio quinientos mil francos y Ross volvió, determinado a pasar o morir. Ninguna de las dos cosas le fue concedida. Pero él se quedó, no sé cuántos inviernos, ignorado, olvidado, en medio de esa terrible soledad.

    Tuvo que ser traído por unos balleneros que, al encontrar a este salvaje le preguntaron sí por casualidad se había topado alguna vez con el difunto capitán John Ross.

    Su lugarteniente Parry, que creyó estar seguro de pasar, realizó por cuatro veces otros tantos obstinados intentos; tanto por la bahía de Baffin y el oeste como por el Spitzberg y el norte. Hizo algunos descubrimientos, avanzó audazmente con ayuda de un trineo-barca, que lo mismo notaba que atravesaba los témpanos. Pero éstos, invariables en su camino hacia el sur, siempre le devolvían al punto de origen. No llegó más lejos que Ross.

    En 1832, un hombre joven y valeroso, un francés, Julio de Blossevn Üle, quiso que esta gloria perteneciese a Francia. Puso en ello su dinero y su vida; pagó por morir, Ni siquiera pudo conseguir un barco a su elección; se le dio el Lilloise, que hizo agua el mismo día de su salida (ver la reseña de su hermano). Él la recompuso y corrió con los gastos, que sumaron cuarenta mil francos. Quería abordar la costa de hierro, la Groenlandia oriental, a borde de este arriesgado vehículo. Según todas las apariencias, ni siquiera pudo llegar. No se tuvo noticia alguna.

     

     

    Las expediciones británicas eran preparadas de forma muy diferente, con gran prudencia, a costa de enormes desembolsos, pero a pesar de ello no obtuvieron mejores resultados. En 1845, el infortunado Franklin se perdió en los hielos. Se le buscó durante doce años. En esta tarea Inglaterra demostró una honrosa obstinación. Todos pusieron su granito de arena. Franceses y americanos perecieron en el empeño. Los picos y los cabos de la región desolada, junto al nombre de Franklin, guardan el de nuestro Bellot y otros más que se sacrificaron por salvar a un inglés. Por su parte, John Ross se había ofrecido para dirigir a los nuestros en la búsqueda de Biosseville, para organizar la expedición. La fúnebre Groenlandia está adornada con estos recuerdos, y el desierto ya no lo es tanto cuando uno se encuentra allí con estos nombres, que dan testimonio de la fraternidad humana.

    Lady Franklin mantuvo una fe admirable. Nunca se resignó a creerse viuda. Solicitó incesantemente nuevas expediciones, juró que aún vivía y fue tan persuasiva que, siete años después de que se hubiese perdido, fue nombrado contralmirante. Ella tenía razón, estaba vivo. En 1850 los esquimales dijeron que lo habían visto con sesenta hombres. Pronto sólo fueron treinta y no pudieron andar ni cazar. Se vieron obligados a comerse a los que iban muriendo. Si hubieran hecho caso a Lady Franklin, se le habría encontrado. Puesto que ella afirmaba (y el sentido común así lo indicaba) que había que buscarlo más al sur; que un hombre en esta situación desesperada no la agravaría dirigiéndose hacia el norte. El almirantazgo, que posiblemente se preocupaba menos de Franklin que del famoso paso, mandaba a todos sus enviados siempre al norte. La pobre mujer, desolada, terminó por hacer ella misma lo que no pudo conseguir que los demás hicieran. Armó un barco para el sur, lo que le supuso un enorme gasto. Pero era demasiado tarde. Fueron encontrados los huesos de Franklin.En esta misma época se efectuaron viajes al polo antártico, más largos pero, sin embargo, más exitosos. Allí no hay esa mezcla de tierra, de mar, de hielos y de deshielos tempestuosos que son el verdadero horror de Groenlandia. Es un mar enorme, sin límites, de olas fuertes y violentas. Una inmensa nevera, mucho más amplia que la nuestra. Hay poca tierra. La mayor parte de las que se han visto, o creído ver, dejan en el aire la duda de si sus cambiantes orillas no serían realmente una simple línea de hielos continuos y acumulados. Todo varía con el invierno. Morel en 1820, Weddel en 1824 y Ballerry en 1839 encontraron una escotadura y a través de ella penetraron en un mar abierto que muchos no han podido encontrar.

    El francés Kerguelen y el inglés James Ross han obtenido resultados inatacables y han encontrado tierras incontestables.

    El primero descubrió en 1771 la enorme isla Kerguelen, que los ingleses llaman la Desolación. Con una longitud de doscientas leguas, posee excelentes puertos y, a pesar del clima, una riquísima vida animal, con una numerosa población de focas y pájaros, que pueden servir para aprovisionar un barco. Este glorioso descubrimiento, que Luís XVI recompensó con una distinción al acceder al trono, fue la perdición de Kerguelen. Se le atribuyeron crímenes inexistentes. La furiosa rivalidad de los nobles oficiales de entonces terminó pudiendo con él. Los que le tenían envidia servirían de testigos contra él. Fue en un calabozo de seis pies cuadrados donde fechó el relato de su descubrimiento (1782).

    En 1838, Francia, Inglaterra y América efectuaron tres expediciones con fines científicos. El eminente Duperrey había abierto la vía de las observaciones magnéticas. Se quiso continuar las investigaciones bajo el mismísimo polo. Los ingleses encargaron este estudio a una expedición a cuyo mando figuraba James Ross, sobrino, alumno y lugarteniente de John Ross, del cual ya hemos hablado. Fue esta una expedición modélica; todo fue cuidadosamente calculado, escogido y previsto. James volvió sin haber perdido un solo hombre y sin haber tenido ni siquiera un enfermo.

    El americano Wilkes y el francés Dumont d'Urville no fueron equipados de esta manera ni mucho menos. Los peligros y las enfermedades resultaron terribles para ellos. James, más afortunado, dando la vuelta al círculo antártico penetró en los hielos y encontró una tierra real. Con una modestia digna de ser mencionada confesó que únicamente debía su éxito a la admirable meticulosidad con que sus barcos habían sido preparados. El Erebo y el Terror, con sus potentes máquinas, con sus sierras, con su proa, con su pecho de hierro, abrieron el cinturón de hielos, navegaron a través de la chirriante corteza y por fin encontraron el mar libre, poblado por focas, pájaros, ballenas. Un volcán de doce mil pies, tan alto como el Etna, arrojaba llamas. Ninguna vegetación, ningún acceso; sólo un granito escarpado en el que ni siquiera la nieve se queda. Sin duda alguna es la tierra. El Etna del polo, al que se llamó Erebo, queda allí, con su columna de fuego para dar testimonio. Así pues, un núcleo terrestre centraliza al hielo antártico (1841).

    Volviendo a nuestro polo ártico, diremos que los meses de abril y mayo de 1853 son para él una fecha señalada.

    En abril se encontró el paso que había sido buscado durante trescientos años. Todo se debió a una feliz desesperación.

    El capitán Madure, que había entrado por el estrecho de Bering y se había quedado atrapado en los hielos, hambriento, al cabo de dos años, como no podía volver, se arriesgó a seguir adelante. No anduvo más de cuarenta millas y en el mar del Este encontró navíos ingleses. Su audacia le salvó y por fin se consumó el gran descubrimiento.

    Al mismo tiempo, mayo de 1853, una expedición partía de Nueva York hacia el extremo norte. Un joven marino, Elischa Kent Kane, que no había cumplido treinta años y, sin embargo, ya había recorrido toda la tierra, acababa de lanzar una idea, atrevida pero muy hermosa, que espoleaba vivamente la ambición americana. Al igual que Wilkes había prometido descubrir un mundo, Kane se comprometía a encontrar un mar, un mar abierto y libre en el polo. Mientras que los ingleses, con su habitual rutina, buscaban de este a oeste, Kane iba a seguir derecho hacia el norte e iba a tomar posesión de ese territorio inexplorado. Todo el mundo se quedó estupefacto. Un armador de Nueva York, M. Grinell, donó generosamente dos barcos. Las sociedades culturales y todo el público en general ayudaron. Las damas, con sus propias manos, trabajaban en los preparativos con un celo religioso. Las tripulaciones, cuidadosamente escogidas, formadas por voluntarios, juraron tres cosas: obediencia, abstinencia de licores, así como de jergas profanas. El fracaso de la primera expedición no desanimó ni a M. Grinell ni al público americano. Se organizó una segunda con la ayuda de algunas sociedades londinenses, que tenían en el punto de mira, bien la propagación del Evangelio, bien la última búsqueda de Franklin.

    Pocos viajes han sido más interesantes. Es fácilmente comprensible la influencia que Kane ha ejercido. Cada ruta está señalada con su fuerza, su brillante vividdad, con un maravilloso ¡Adelante! Lo sabe todo, está seguro de todo, ardiente pero positivo. Puede presentirse que no retrocederá ante ningún obstáculo. Irá lejos, todo lo lejos que se puede ir. Es curiosa esta lucha entre semejante carácter y la despiadada lentitud de la naturaleza del Norte, auténtica fortificación plagada de terribles obstáculos. Acababa de salir cuando le sorprendió el invierno y se vio forzado a invernar durante seis meses bajo los hielos. Incluso en primavera, un frío de setenta grados. El 28 de agosto, cuando se acercaba el segundo invierno, fue abandonado; sólo le quedaban ocho hombres de diecisiete. Pero la disminución de hombres y recursos conlleva un aumento de su rudeza y su resistencia, intentando, según decía, hacerse respetar más. Sus buenos amigos los esquimales, que le ayudan a alimentarse y de quienes se han visto forzados incluso a tomar algunos pequeños objetos, se han apropiado de tres vasos de cobre que él tenía en su refugio. Como contrapartida, él les había quitado dos mujeres. Castigo excesivo y salvaje. Entre ocho marineros que se quedaron a duras penas y en medio de un obligado relajamiento de la disciplina, Kane ya no se guardaba de llevar hasta allí a estas pobres criaturas. Estaban casadas, "Sivu, mujer de Metek, y Anigna, mujer de Marsinga", estuvieron llorando cinco días. Kane se esforzaba en bromear y en hacernos reír: "Lloraban, dice, y recitaban lamentaciones, pero no perdían el apetito." Sus maridos, sus parientes llegan, con los objetos robados, y a la chita callando se lo llevan todo, a la manera de hombres inteligentes cuyas únicas armas son espinas de pescado frente a los revólveres. Se avienen a todo, prometiendo amistad, alianzas. Pero, pocos días después han huido ¡Desaparecido! ¿De forma misteriosa? Es fácil adivinarlo. En su camino contaron a los pueblos errantes que deben huir del hombre blanco. Así se cierra un mundo.

    Lo que vino después es bien tétrico. Las condiciones se tornaron tan duras que unos murieron, otros quisieron volver. Kane no cedía: había prometido un mar y necesitaba encontrarlo. Complots, deserciones, traiciones, todo ello añadido al horror de la situación. Habrían muerto en el tercer invierno sin víveres, sin calefacción, si otros esquimales no les hubiesen alimentado con el producto de su pesca; por su parte, él cazaba para ellos. Durante este tiempo, algunos de sus hombres, enviados en avanzadilla, tuvieron la buena suerte de avistar el mar que tanta falta les hacía. Al menos contaron que habían visto una gran extensión de agua libre y no congelada, y pájaros en las inmediaciones, que parecían refugiarse en ese clima menos rudo.

    Era todo lo que necesitaban para volver. Kane, salvado por los esquimales, que no abusaron ni de su superioridad numérica ni de la extrema miseria en que aquel se hallaba sumido, les dejó su barco en los hielos.

    Debilitado, agotado, logró después de un viaje de ochenta y dos días volver al sur; pero volvió para morir. Este hombre, joven e intrépido, que estuvo más cerca del polo que ningún otro mortal, ya agonizante se trajo la corona que las sociedades culturales galas depositaron en su tumba, el gran premio de geografía.

    En este relato plagado de episodios terribles hay uno realmente conmovedor y que da la medida de las excesivas penalidades de un viaje de este tipo: la muerte de sus perros. Los había admirables en Terranova; había perros esquimales; eran sus compañeros más que ningún hombre. Durante las largas invernadas, durante las noches que duraban tantos meses, ellos vigilaban alrededor del barco. Al salir de las espesas tinieblas, encontraban el aliento tibio de estas nobles bestias, que venían a calentarle las manos. Los de Terranova cayeron enfermos primero; él lo atribuye a la privación de luz; iban mejor si se les enseñaban las linternas. Pero, poco a poco, una extraña melancolía se apoderó de ellos y se volvieron locos. Los perros esquimales le siguieron: sólo sobrevivió su perra Flora, la más sabia, la más reflexiva, que no deliró como los demás y no sucumbió. Es el único momento en su áspero relato, creo, en que este hermético corazón parece conmovido.

    El mar. Michelet