Esta es la aventura de los milenios constructores de espacios, el regalo
de la tierra al mar. ¿Por qué las islas alimentan las
imaginaciones y los viajes? Unos libros abiertos generosamente, la inmensidad
del mundo recorrida por el dedo manchado de azul de un niño,
mojado en la tinta y la humedad de los atlas.
Un punto en el mapa
Desde que era niño, siempre que miro un mapa mis ojos buscan una
isla; se saltan los nombres de ciudades, provincias y regiones para
explorar el azul... Debo de haber leído Robinson Crusoe, pero
ya se me ha olvidado. No creo que sea culpa suya si en cuanto leo el
nombre extraño de una isla sobre el azul del mapa comienzo a
soñar despierto. Ni tampoco que sea a causa de las novelas por
lo que me gustan tanto las islas, aunque también es posible que
sea así. Nada más localizar una isla en el mapa, comienzan
a bullir en mi interior sentimientos de amor y amistad. Acto seguido
aparecen: un perro que me mira a los ojos, un pescador taciturno de
ademanes lentos pero ágiles manos cubierto con un grueso capote,
una barca pesada y tosca que huele a hule ya pasado y tiene los maderos
ennegrecidos y la pintura gastada, un pájaro que no deja de seguir
la barca, redes, peces, escamas, niños guapísimos en la
orilla, honestas cabañas, un plato de rubio o gallo hervido,
olor a apio, una olla negra humeando, un mar brumoso de cerrados horizontes...
La naturaleza casi siempre es amiga. Incluso cuando aparece como enemiga,
es como un padre severo que da al hombre la oportunidad de probar su
propia fuerza y su poder. Le enseña a nadar cuando la tempestad
hunde su barca, le deja mostrar su ingenio y construir más sólido
el tejado de su cabaña arrancado por el viento, y le prueba la
fuerza de sus músculos cuando lo abandona frente a un monstruo
marino. Seguiría soñando así, indefinidamente,
sin dejar de mirar todos esos puntos situados en medio del azul de los
mapas, en alguna parte de esos mares inmensos que bordean los grandes
continentes, pensando que en estos lugares por todas partes rodeados
de agua solo se puede vivir de acuerdo con la naturaleza, cuyos vientos,
tempestades y monstruos obligan a los hombres a tener fuertes los músculos,
a mantener grandes y sólidas amistades y a apoyarse y ayudarse
unos a otros, honestamente, tanto de día como de noche, para
poder resistir a las olas que baten las rocas durante días y
semanas; que los músculos fuertes están hechos para que
ayuden a los débiles; que el juicio penetrante nos ha sido dado
para acompañar a la razón más estrecha, más
modesta o más lenta, e, incluso, suplir su falta; que si la sopa
huele bien es para ser repartida entre los que no tienen; y que tal
vez los hombres no puedan saber todo esto si no han tenido una madre
buena y de buen corazón.
Siempre tengo un mapa colgado en la pared de mi alcoba, para tenerlo
a la vista cuando, un tanto incrédulo y aburrido, levanto los
ojos del libro que suelo leer por la noche antes de dormirme. Al contemplar
el mapa, enseguida encuentro una isla como un puntito y, al ver la isla,
recuerdo las tempestades, el bramido del viento, los tiburones y, luego,
a los honrados habitantes de la isla. Aunque también me quedo
absorto contemplando esas islas de forma tortuosa que aparecen en los
mapas, imaginándome cosas como una vieja adivina que tratara
de ver el porvenir de unos amantes en los recovecos de un pedazo de
plomo fundido, todavía me atraen más esas isletas sin
forma que aparecen representadas como un simple puntito sobre el mar.
Los últimos pájaros. Sait Faik.
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