Las islas del Caribe entraron pronto en la historia común, pues
en el siglo XVII se marcaron las rutas del Atlántico. En el XVIII
se habrían de trazar las del Pacífico, que había
inaugurado Magallanes. Océano fantástico, demasiado ancho,
en el que las islas y los vientos amparaban la navegación y ofrecían
mundos desconocidos e imaginarias riquezas. Su extensión permitía
aún creer en la existencia de un desconocido continente, “La
Terra Australis”, y alimentar las leyendas fascinantes de estas
aguas y de los habitantes de sus tierras. Era una época en que
la navegación dependía por completo de los vientos y la
habilidad de los capitanes. Los españoles fueron los primeros
en descubrir el remedio para combatir el escorbuto, con la ingesta de
productos frescos, sobre todo cítricos. Los astilleros construían
los grandes veleros. En este siglo, la rivalidad entre las naciones
se dirimía por las expediciones que éstas eran capaces
de organizar; de este modo se llevaron a cabo viajes que aún
hoy resultan increíbles: los del británico James Cook,
el del genial español Alejandro Malaspina,y el del francés
La Pérouse. Los nombres de sus barcos son ya míticos:
El Astrolabio, el Descubrimiento, El Resolución, La Descubierta
y La Atrevida de Malaspina. Ninguno de estos valientes capitanes tuvo
suerte: Cook murió asesinado en las islas Hawai; Malaspina, que
regresó, fue condenado por la inquisición, encarcelado
y enviado al exilio en Sicilia, donde murió en la miseria; y
la Pérouse sucumbió con su barcos sin que se sepa cómo.
No obstante, sus viajes sirvieron para alimentar no sólo la
imaginación sino también la ciencia. Aún en fechas
recientes muchos antropólogos han tomado como primera referencia
las anotaciones de estos hombres. Especialmente las de Malaspina, por
la capacidad de observación y la inteligencia de este excelente
marino. La Pérouse puede que sea el de una inmortalidad mejor
labrada, pues el relato que Julio Verne hizo de su aventura lo ha hecho
revivir para miles de lectores.
Vanikoro
Ese terrible espectáculo inauguraba la serie de catástrofes
marítimas que el Nautilus debía encontrar en su derrotero.
Desde su incursión en mares más frecuentados, veíamos
a menudo restos de naufragios que se pudrían entre dos aguas,
y más profundamente cañones, obuses, anclas, cadenas y
otros mil objetos de hierro carcomidos por el orín.
El Nautilus, en el que vivíamos como aislados, llegó el 11
de diciembre a las inmediaciones del archipiélago de las Pomotú,
calificado como peligroso por Bougainville, que se extiende sobre un espacio
de quinientas leguas desde el Este-Sudeste al Oeste-Noroeste, entre los 13º
30' y 23º 50' de latitud Sur y los 125º 30' y 1510 30' de longitud
Oeste, desde la isla Ducia hasta la isla Lazareff. Este archipiélago
cubre una superficie de trescientas setenta leguas cuadradas y está
formado por unos sesenta grupos de islas, entre los que destaca el de Gambier,
al que Francia ha impuesto su protectorado. Son islas coralígenas.
Un levantamiento lento pero continuo, provocado por el trabajo los pólipos,
las unirá algún día entre sí. Luego, esta nueva
isla se soldará a su vez a los archipiélagos vecinos, y un quinto
continente se extenderá desde la Nueva Zelanda y la Nueva Caledonia
hasta las Marquesas.
El día que ante el capitán Nemo desarrollé esta
teoría, él me respondió fríamente:
-No son nuevos continentes lo que necesita la Tierra, sino hombres nuevos.
Los azares de su navegación habían conducido al Nautilus
hacia la isla Clermont-Tonnerre, una de las más curiosas del
grupo, que fue descubierta en 1822 por el capitán Bell, de la
La Minerve. Pude así estudiar el sistema madrepórico,
al que deben su formación las islas de este océano.
Las madréporas, que no hay que confundir con los corales, tienen
un tejido revestido de una costra calcárea, cuyas modificaciones estructurales
han inducido a mi ilustre maestro, Milne-Edwards, a clasificarlas en cinco
secciones. Los animálculos que secretan este pólipo viven por
millones en el fondo de sus celdas. Son sus depósitos calcáreos
los que se erigen en rocas, arrecifes, islotes e islas. En algunos lugares
forman un anillo circular en torno a un pequeño lago interior comunicado
con el mar por algunas brechas. En otros, se alinean en barreras de arrecifes
semejantes a las existentes en las costas de la Nueva Caledonia y en diversas
islas de las Pomotú. Finalmente, en otros lugares, como en las islas
de la Reunión y de Mauricio, elevan arrecifes dentados en forma de
altas murallas rectas, en cuyas proximidades son considerables las profundidades
del océano.
Como el Nautilus bordeara a unos cables de distancia tan sólo
el basamento de la isla Clermont-Tonnerre, pude admirar la obra gigantesca
realizada por esos trabajadores microscópicos.
Aquellas murallas eran especialmente obra de las madréporas conocidas
con los nombres de miliporas, porites, astreas y meandrinas. Estos pólipos
se desarrollan particularmente en las capas agitadas de la superficie
del mar y, consecuentemente, es por su parte superior por la que comienzan
estas construcciones que, poco a poco, se hunden con los restos de las
secreciones que las soportan. Tal es, al menos, la teoría de
Darwin, que explica así la formación de los atolones,
teoría más plausible, en mi opinión, que la que
da por base a los trabajos madrepóricos las cimas de las montañas
o de los volcanes sumergidos a algunos pies bajo la superficie del mar.
Pude observar de cerca aquellas curiosas murallas verticales, ya que
la sonda indicaba más de trescientos metros de profundidad, y
nuestros focos eléctricos arrancaban resplandores de aquella
brillante masa calcárea.
Asombré mucho a Conseil, en respuesta a su pregunta sobre el crecimiento
de esas barreras colosales, al decirle que los sabios medían
ese crecimiento en un octavo de pulgada por siglo.
-Luego, para elevar esas murallas se ha necesitado...
-Ciento noventa y dos mil años, mi buen Conseil, lo que amplía
singularmente los días bíblicos.
Pero, por otra parte, la formación de la hulla, es decir, la mineralización
de los bosques hundidos por los diluvios, ha exigido un tiempo mucho
más considerable. Pero debo añadir que los días
de la Biblia son épocas y no el período que media entre
dos salidas del sol, puesto que, según la misma Biblia, el astro
diurno no data del primer día de la creación.
Cuando el Nautilus emergió a la superficie pude ver en todo su
desarrollo la isla de Clermont-Tonnerre, baja y boscosa. Sus rocas madrepóricas
fueron evidentemente fertilizadas por las lluvias y tempestades. Un
día, alguna semilla arrebatada por el huracán a las tierras
vecinas cayó sobre las capas calcáreas mezcladas con los
detritus descompuestos de peces y de plantas marinas que formaron el
mantillo. Una nuez de coco, llevada por las olas, llegó a estas
nuevas costas. La semilla arraigó. El árbol creciente
retuvo el vapor de agua. Nació un arroyo. La vegetación
se extendió poco a poco. Algunos animales, gusanos, insectos,
llegaron sobre troncos arrancados a las islas por el viento.
Las tortugas vinieron a depositar sus huevos. Los pájaros anidaron
en los jóvenes árboles. De esa forma, se desarrolló
la vida animal y, atraído por la vegetación y la fertilidad,
apareció el hombre. Así se formaron estas islas, obras
inmensas de animales microscópicos.
Al atardecer, Clermont-Tonnerre se desvaneció en la lejanía.
El Nautilus modificó sensiblemente su rumbo. Tras haber pasado
el trópico de Capricornio por el meridiano ciento treinta y cinco,
se dirigió hacia el Oeste-Noroeste, remontando toda la zona intertropical.
Aunque el sol del verano prodigara generosamente sus rayos, no nos afectaba
en absoluto el calor, pues a treinta o cuarenta metros por debajo del
agua la temperatura no se elevaba por encima de diez a doce grados.
El 15 de diciembre dejábamos al Este el espléndido archipiélago
de la Sociedad y la graciosa Tahití, la reina del Pacífico,
cuyas cimas vi por la mañana a algunas millas a sotavento. Sus
aguas suministraron a la mesa de a bordo algunos peces excelentes, como
caballas, bonitos, albacoras y una variedad de serpiente de mar llamada
munerofis.
El Nautilus había recorrido entonces ocho mil cien millas. A nueve
mil setecientas veinte millas se elevaba la distancia recorrida cuando
pasó entre el archipiélago de Tonga-Tabú, en el
que perecieron las tripulaciones del Argo, del Port-au-Prince y del
Duke o Portland, y el archipiélago de los Navegantes, en el que
fue asesinado el capitán de Langle, el amigo de La Pérousse.
Luego pasó ante el archipiélago Viti, en el que los salvajes
mataron a los marineros del Unión y al capitán Bureu,
de Nantes, comandante de la Aimable Josephine.
Este archipiélago, que se prolonga sobre una extensión
de cien leguas de Norte a Sur, y sobre noventa leguas de Este a Oeste,
está situado entre 6º y 2º de latitud Sur y 174º
y 179º de longitud Oeste. Se compone de un cierto número
de islas, de islotes y de escollos, entre los que destacan las islas
de Viti-Levu, de Vanua-Levu y de Kandubon.
Fue Tassman quien descubrió este grupo en 1643, el mismo año
en que Torricelli inventó el barómetro y en el que Luis
XIV ascendió al trono. Piénsese cuál de esos hechos
fue más útil a la humanidad. Vinieron luego Cook, en 1714,
D'Entrecasteaux, en 1793, y Dumont d'Urville, en 1827, que fue quien
aclaró el caos geográfico de este archipiélago.
El Nautilus se aproximó luego a la bahía de Wailea, escenario
de las terribles aventuras del capitán Dillon, que fue el primero
en aclarar el misterio del naufragio de La Pérousse.
Esta bahía, dragada en varias ocasiones, nos suministró
unas ostras excelentes, de las que hicimos un consumo inmoderado, tras
haberlas abierto en nuestra propia mesa siguiendo el consejo de Séneca.
Aquellos moluscos pertenecían a la especie conocida con el nombre
de «ostra lamellosa», muy común en Córcega.
El banco de Wailea debía ser considerable, y, ciertamente, si
no fuera por las múltiples causas de destrucción, esas
aglomeraciones terminarían por colmar las bahías, ya que
se cuentan hasta dos millones de huevos en un solo individuo.
Si Ned Land no tuvo que arrepentirse de su glotonería en esa ocasión
es porque la ostra es el único alimento que no provoca ninguna
indigestión. No se requieren menos de seis docenas de estos moluscos
acéfalos para suministrar los trescientos quince gramos de sustancia
azoada necesarios a la alimentación cotidiana del hombre.
El 25 de diciembre, el Nautilus navegaba en medio del archipiélago
de las Nuevas Hébridas descubierto por Quirós, en 1606;
explorado por Bougainville, en 1768, y bautizado con su actual nombre
por Cook, en 1773. Este grupo se compone principalmente de nueve grandes
islas, y forma una banda de ciento veinte leguas del Norte-Noroeste
al Sur-Sudeste, entre los 15º y 2º de latitud Sur y los 164º
y 168º de longitud. Pasamos bastante cerca de la isla de Auru que,
en el momento de las observaciones de mediodía, vi como una masa
boscosa dominada por un pico de gran altura.
Aquel día era Navidad, y me pareció que Ned Land lamentaba
vivamente que no se celebrara el Christmas, verdadera fiesta familiar
de la que los protestantes son fanáticos observadores.
Hacía ya ocho días que no veía al capitán
Nemo cuando, el 27 por la mañana, entró en el gran salón,
con ese aire del hombre que acaba de dejarle a uno hace cinco minutos.
Estaba yo tratando de reconocer en el planisferio la ruta seguida por
el Nautilus. El capitán se acercó, marcó con el
dedo un punto del mapa y pronunció una sola palabra:
-Vanikoro.
Era una palabra mágica. Era el nombre de los islotes en los que
se perdieron los navíos de La Pérousse. Me incorporé
y le pregunté:
-¿Nos lleva el Nautilus a Vanikoro?
-Sí, señor profesor.
-¿Y podré visitar estas célebres islas en las que
se destrozaron el Boussole y el Astrolabe?
-Si así le place, señor profesor.
-¿Cuándo estaremos en Vanikoro?
-Estamos ya, señor profesor.
Seguido del capitán Nemo subí a la plataforma, y desde
allí mi mirada recorrió ávidamente el horizonte.
Al Nordeste emergían dos islas volcánicas de desigual magnitud,
rodeadas de un arrecife de coral de unas cuarenta millas de perímetro.
Estábamos ante la isla de Vanikoro propiamente dicha, a la que
Dumont d'Urville impuso el nombre de isla de la Récherche, y
precisamente ante el pequeño puerto de Vanu, situado a 16º
4' de latitud Sur y 164º 32' de longitud Este. Las tierras parecían
recubiertas de verdor, desde la playa hasta las cimas del interior,
dominadas por e monte Kapogo a una altitud de cuatrocientas setenta
y seis toesas.
Tras haber franqueado el cinturón exterior de rocas por un estrecho
paso, el Nautilus se encontró al otro lado de los rompientes,
en aguas cuya profundidad se limitaba a unas treinta o cuarenta brazas.
Bajo la verde sombra de los manglares, vi a algunos salvajes que manifestaban
una viva sorpresa. En el argo cuerpo negruzco que avanzaba a flor de
agua ¿no veían ellos un formidable cetáceo del
que había que desconfiar?
En aquel momento, el capitán Nemo me preguntó qué
era lo que yo sabía acerca del naufragio de La Pérousse.
-Lo que sabe todo el mundo, capitán -le respondí.
-¿Y podría decirme qué es lo que sabe todo el mundo?
-me preguntó con un tono un tanto irónico.
-Con mucho gusto.
Y le conté lo que los últimos trabajos de Dumont d'Urville
habían dado a conocer, y que muy sucintamente resumido es lo
que sigue. La Pérousse y su segundo, el capitán de Langle,
fueron enviados por Luis XIV, en 1785, en un viaje de circunnavegación
a bordo de las corbetas Boussole y Astrolabe, que nunca más reaparecerían.
En 1791, el gobierno francés, inquieto por la suerte de las dos
corbetas armó dos grandes navíos, Récherche y Esperance,
que zarparon de Brest el 28 de septiembre, bajo el mando de Bruni d'Entrecasteaux.
Dos meses después, se supo por la declaración de un tal
Bowen, capitán del Albermale, que se habían visto restos
de los buques naufragados en la costas de la Nueva Georgia. Pero ignorando
D'Entrecasteaux tal comunicación, bastante incierta, por otra
parte, se dirigió hacia las islas del Almirantazgo, designadas
en un informe del capitán Hunter como escenario del naufragio
de La Pérousse.
Vanas fueron sus búsquedas. La Esperance y la Récherche
pasaron incluso ante Vanikoro sin detenerse. Fue un viaje muy desgraciado,
pues costó la vida a D'Entrecasteaux, a dos de sus oficiales
y a varios marineros de su tripulación.
Sería un viejo navegante del Pacífico, el capitán
Dillon, el primero que encontrara huellas indiscutibles de los náufragos.
El 15 de mayo de 1824, al pasar con su navío, el Saint-Patrick,
cerca de la isla de Tikopia, una de las Nuevas Hébridas, un indígena
que se había acercado en piragua le vendió la empuñadura
de plata de una espada en la que aparecían unos caracteres grabados
con buril. El indígena afirmó que seis años antes,
durante una estancia en Vanikoro, había visto a dos europeos,
pertenecientes a las tripulaciones de unos barcos que habían
naufragado hacía largos años en los arrecifes de la isla.
Dillon adivinó que se trataba de los barcos de La Pérousse,
cuya desaparición había conmovido al mundo entero. Quiso
ir a Vanikoro, donde, según el indígena, había
numerosos restos del naufragio, pero los vientos y las corrientes se
lo impidieron. Dillon regresó a Calcuta, donde consiguió
interesar en su descubrimiento a la Sociedad Asiática y a la
Compañía de Indias, que pusieron a su disposición
un navío, al que él dio el nombre de Récherche,
con el que se hizo a la mar el 23 de enero de 1827, acompañado
por un agente francés.
La nueva Récherche, tras haber tocado en distintos puntos del
Pacífico, fondeó ante Vanikoro el 7 de julio de 1827,
en la misma rada de Vanu en la que se hallaba el Nautilus en ese momento.
Allí pudo recoger numerosos restos del naufragio, utensilios de
hierro, áncoras, estrobos de poleas, cañones, un obús
del dieciocho, restos de instrumentos de astronomía, un trozo
del coronamiento y una campana de bronce con la inscripción:
«Bazin me hizo», marca de la fundición del arsenal
de Brest hacia 1785. La duda ya no era posible.
Estuvo Dillon completando sus investigaciones en el lugar del naufragio
hasta el mes de octubre.
Luego, zarpó de Vanikoro, se dirigió hacia Nueva Zelanda
y llegó a Calcuta el 7 de abril de 1828.
Viajó después a Francia, donde fue acogido con mucha simpatía
por Carlos X.
Pero mientras tanto, ignorante Dumont d'Urville de los hallazgos de Dillon,
había partido para buscar en otro lugar el escenario de naufragio.
Y, en efecto, se había sabido por un ballenero que unas medallas
y una cruz de San Luis se hallaban entre las manos de los salvajes de
la Luisiada y de la Nueva Caledonia.
Dumont d'Urville se había hecho, pues, a la mar, al mando del
Astrolabe, y dos meses después que Dillon abandonara Vanikoro
fondeaba ante Hobart Town. Fue allí donde se enteró de
los hallazgos de Dillon y donde supo, además, que un tal James
Hobbs, segundo del Union, de Calcuta, había desembarcado en una
isla, situada a 8º 18' de latitud Sur y 156º 30'de longitud
Este, y visto a los indígenas de la misma servirse de unas barras
de hierro y de telas rojas.
Bastante perplejo y dudando de si dar crédito a estos relatos,
comunicados por periódicos poco dignos de confianza, Dumont d'Urville
se decidió, sin embargo, a seguir los pasos de Dillon.
El 10 de febrero de 1828, Dumont d'Urville se presentó en Tikopia,
donde tomó por guía e intérprete a un desertor
establecido en esa isla, y de allí se dirigió a Vanikoro,
cuyas costas avistó el 12 de febrero. Estuvo bordeando sus arrecifes
hasta el 14, y tan sólo el 20 pudo fondear al otro lado de la
barrera, en la rada de Vanu. El día 23, varios de sus oficiales
dieron la vuelta a la isla y volvieron con algunos restos de escasa
importancia. Los indígenas, ateniéndose a una actitud
negativa y evasiva, rehusaban conducirles al lugar del naufragio. Esa
sospechosa conducta les indujo a creer que los indígenas habían
maltratado a los náufragos y que temían que Dumont d'Urville
hubiese llegado para vengar a La Pérousse y a sus infortunados
compañeros. Sin embargo, unos días más tarde, el
26, estimulados por algunos regalos y comprendiendo que no tenían
que temer ninguna represalia, condujeron al lugarteniente de Dumont,
Jasquinot, al lugar del naufragio.
Allí, a tres o cuatro brazas de agua y entre los arrecifes de
Pacú y de Vanu, había anclas, cañones y piezas
de hierro fundido y de plomo, incrustados en las concreciones calcáreas.
El Astrolabe envió al lugar su chalupa y su ballenera. No sin
gran trabajo, sus tripulaciones consiguieron retirar un ancla que pesaba
mil ochocientas libras, un cañón del ocho de fundición,
una pieza de plomo y dos cañoncitos de cobre.
El interrogatorio a que sometió Dumont d'Urville a los indígenas
le reveló que La Pérousse, tras la pérdida de sus
dos barcos en los arrecifes de la isla, había construido uno
más pequeño, que se perdería a su vez. ¿Dónde?
Se ignoraba.
El capitán del Astrolabe hizo erigir bajo un manglar un cenotafio
a la memoria del célebre navegante y de sus compañeros.
Era una simple pirámide cuadrangular asentada sobre un basamento
de corales, de la que excluyó todo objeto metálico que
pudiera excitar la codicia de los indígenas. Dumont d'Urville
quiso partir inmediatamente, pero hallándose sus hombres y él
mismo minados por las fiebres que habían contraído en
aquellas costas malsanas, no pudo aparejar hasta el 17 de marzo.
Mientras tanto, temeroso el gobierno francés de que Dumont d'Urville
no se hubiese enterado de los hallazgos de Dillon, había enviado
a Vanikoro a la corbeta Bayonnaise, al mando de Legoarant de Tromelin,
desde la costa occidental de América donde se hallaba. Legoarant
fondeó ante Vanikoro algunos meses después de la partida
del Astrolabe. No halló ningún documento nuevo, pero pudo
comprobar que los salvajes habían respetado el mausoleo de La
Pérousse.
Tal es, en sustancia, el relato que expuse al capitán Nemo.
-Así que se ignora todavía dónde fue a acabar el
tercer navío, construido por los náufragos en la isla
de Vanikoro, ¿no es así?
-En efecto.
Por toda respuesta, el capitán Nemo me indicó que le siguiera
al gran salón.
El Nautilus se sumergió algunos metros por debajo de las olas.
Se corrieron los paneles metálicos para dar visibilidad a los
cristales.
Yo me precipité a ellos, y bajo las concreciones de coral, revestidas
de fungias, de sifónulas, de alciones, de cariefileas, y a través
de miriadas de peces hermosísimos, de girelas, de glifisidontes,
ponféridos, diácopos y de holocentros, reconocí
algunos restos que las dragas no habían podido arrancar; tales
como abrazaderas de hierro, anclas, cañones, obuses, una pieza
del cabrestante, una roda, objetos todos procedentes de los navíos
naufragados y tapizados ahora de flores vivas.
Mientras contemplaba yo así aquellos restos desolados, el capitán
Nemo me decía con una voz grave:
-El comandante La Pérousse partió el 7 de diciembre de
1785 con sus navíos Boussole y Astrolabe.
Fondeó primero en Botany Bay, visitó luego el archipiélago
de la Amistad, la Nueva Caledonia, se dirigió hacia Santa Cruz
y arribó a Namuka, una de las islas del archipiélago Hapai.
Llegó más tarde a los arrecifes desconocidos de Vanikoro.
El Boussole, que iba delante, tocó en la costa meridional. El
Astrolabe, que acudió en su ayuda, encalló también.
El primero quedó destruido casi inmediatamente.
El segundo, encallado a sotavento, resistió algunos días.
Los indígenas dieron una buena acogida a los náufragos.
Éstos se instalaron en la isla y construyeron un barco más
pequeño con los restos de los dos grandes. Algunos marineros
se quedaron voluntariamente en Vanikoro. Los otros, debilitados y enfermos,
partieron con La Pérousse hacia las islas Salomón, para
perecer allí en la costa occidental de la isla principal del
archipiélago, entre los cabos Decepción y Satisfacción.
-¿Cómo lo sabe usted? -le pregunté.
-Encontré esto en el lugar de último naufragio.
El capitán Nemo me mostró una caja de hojalata sellada
con las armas de Francia y toda roñosa por la corrosión
del agua marina. La abrió y vi un rollo de papeles amarillentos,
pero aún legibles. Eran las instrucciones del ministro de la
Marina al comandante La Pérousse, con anotaciones al margen hechas
personalmente por Luis XVI.
-Una hermosa muerte para un marino -dijo el capitán Nemo- y una
tranquila tumba de coral. ¡Quiera el cielo que tanto yo como mis
compañeros no tengamos otra!
Veinte mil leguas de viaje submarino. Julio Verne.
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