Aplicándose la particular terapia de Ismael, mi tío
puso rumbo a África, en el que sería su primer viaje,
no a la caza de la gran ballena blanca, sino en busca del Siroco, viento
de los mil nombres, o viento de los mil vientos. Con las primeras notas
de esta canción, imaginé a mi tío, tan retraído
como era, zarandeando su imagen circunspecta mientras sonaba esa música
moderna evocadora de ritmos tribales, ritmos que bien podrían
provocar vuelos de chilabas envueltas en remolinos de arena:
En África hay vientos que abrasan
y vientos que secan la mente,
también hay corrientes que hielan
y brumas que desatan pasiones.
El mismo aire que fecunda la selva
entierra ciudades en polvo.
Date prisa, toma un barco,
siente el viento…
El viento de África. Radio Futura
Quién sabe si no fue alguna arenilla transportada por el lejano
Siroco la que, dándole la razón a mi abuela, se instaló
como un virus juguetón en la sesera de mi tío y en ella
fue medrando, hinchándose a la manera de un garbanzo en remojo,
hasta ocupar por completo su mente y hacer de los vientos su obsesión.
Lo cierto es que, enclaustrado en su cuarto, permanecía todo
el tiempo libre rodeado de los libros que, para sus intereses, obtenía
en la biblioteca de la ciudad cercana. Así fue documentándose
minuciosamente antes de emprender cada viaje. Se había convertido
en un perseguidor de vientos y a esta tarea dedicó la mitad de
su vida
- Aunque yo sea veleta,
déjame, viento, seguir
el rumbo que yo quisiera.
Déjame, viento, los rumbos,
aunque sea yo veleta.
- Si te dejara los rumbos,
veleta, que apetecieras,
yo ya no sería el viento
ni tú el barquito de vela.
- Si te dejara los rumbos,
si te dejara, veleta,
nadie sería quien es:
ni yo viento, ni tú vela.
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