Tierra de Eolia
Índice

  • A los lectores
  • A los profesores

  •  

    Las tierras que comunicaban el Mar Negro y el Egeo, en Asia Menor, fueron llamadas Eolia por los griegos que las poblaron hasta 1922. Eólico se llamó también al noveno modo de la música griega, pues era el preferido de los habitantes de estos lugares, amantes también del sonido del viento y de los cuentos.

     

    El narrador de historias

    Pasaba muchas horas junto a los labriegos en el campo. Creo que me querían. Por darme gusto recordaban viejas historias de kleftas de las montañas, de corsarios, historias de fantasmas y milagros de santos. Venían a trabajar nuestra tierra desde muchos sitios isleños del Egeo y gentes de tierra adentro procedentes de lugares lejanos de Anatolia. Los isleños contaban aventuras de barcos, de sirenas y de piratas, y sus historias eran divertidas. Era un viaje tan convincente por países de fantasía, que durante la noche el niño podía continuarlo solo en sus sueños. Por el contrario, las historias de las gentes del interior eran pesadas. Hablaban de contrabandistas sombríos y poco habladores, que bajaban el contrabando de tabaco con las caravanas de camellos; hablaban sobre la vida y los triunfos de Chákitzi, mítico héroe de Asia Menor en los últimos años del siglo XIX; sobre todo hablaban de la vida y milagros de los santos. Estos santos eran seres que vivían fuera de las alegrías del mundo, desnudos, la piel sobre los huesos, tostados por el sol y vengativos. Bendecían las buenas acciones, pero no sabían perdonar nunca las malas. Iban por la noche y acechaban a los pecadores fuera de sus cabañas, en sus campos, e invocaban a los fantasmas y a las almas de los muertos como vengadores. Al final, parecía una gran desgracia caer en las garras de estos santos.

    Sin embargo, la verdadera historia del mundo la aprendía de los viajeros de paso. La finca estaba en el camino principal que unía la costa de Eolia con Pérgamo y desde allí con el interior de Anatolia. Así, casi siempre se encontraban viajeros del gran camino. Eran hebreos, armenios, turcos, cristianos, pobres, ricos, mercaderes, enfermos. Con ellos traían su sino, sus sufrimientos y sus desgracias, sus intereses y sus locuras. En el largo camino, bajo el fuerte sol, rumiaban sus preocupaciones, las vivían, las revivían, hasta que marcaban su sello en los surcos de la cara y en sus ojos. Cuando la noche les sorprendía cerca de nuestro lugar, venían a la finca buscando refugio para la noche: alimento y protección de los animales salvajes. La gran puerta de la finca, hasta el momento que se cerraba por la noche, estaba abierta para los viajeros. Un mozo les llevaba al alojamiento construido especialmente para los huéspedes. Les mostraba dónde dormir, les daba los pequeños panes que amasábamos en la finca para los transeúntes, los panes del hogar, y les decía dónde comerían. Los viajeros se lavaban, si querían descansaban y después iban a sentarse con los peones, fumaban mucho y contaban sus miserias y sus alegrías.

    Ártemis, con la inquietud y la curiosidad que tenía, era siempre la primera que conocía la llegada de cada nuevo huésped. Le veía, le preguntaba, examinaba la vestimenta que llevaba, y por fin le miraba escrutadoramente a los ojos y al rostro. Así, cuando había determinado su especie, venía corriendo hacia nosotros gritando:

    — ¡Lluvia!

    Entonces comprendíamos que nos había llegado un viajero como es debido, es decir, con historias, con extraño atuendo, loco o con mercaderías que excitaban nuestra fantasía y nuestra curiosidad, libro virgen del destino del mundo. Corríamos entonces todos los niños y encontrábamos al forastero, le cuidábamos, le dábamos leche y huevos, y cuando lo habíamos acogido así, permanecíamos a su alrededor y esperábamos.

    Era entonces cuando, poco a poco, pasaban las páginas del libro. Pasaban para enseñar a un niño cómo más allá de las semejanzas externas, más allá de la alegría y la tristeza, otro elemento, potente como el fuego, unía a todos los hombres y hacía sus destinos parecidos: la persistencia del infortunio, y la necesidad que los atormentaba. Las páginas del libro pasaban.

    Tierra de Eolia. Ilias Venezis.